Memorias de Ultratumba
Chateaubriand
13 enero, 2005 01:00Chateaubriand
Dos razones de naturaleza muy distinta han mantenido durante largo tiempo aislado a Chateaubriand : la dificultad de acceder a la totalidad de un texto que su autor y sus primeros editores dieron a conocer de forma fragmentaria, y el prejuicio ideológico que obligaba a ver en él, más que la figura aventurera y romántica que era, la encarnación del espíritu católico y monárquico que, con todas las matizaciones que se quiera, también fue.La filología ha subsanado lo primero; la historia ha clarificado lo segundo. Gracias a la confluencia de ambas, hoy puede hacerse una lectura tan completa como neutra del pensamiento histórico, político y literario de Chateaubriand, el voyeur de una época en la que el Antiguo Régimen desaparece y en la que hay una serie de cambios que conducen de la Revolución y el Terror al Directorio, al Consulado y a la Restauración. De todo ello levanta acta como un notario, y vemos desfilar entre sus páginas los pasos que llevan a una clase social hasta el cadalso. Chateaubriand -como corresponde a un buen cronista- se identifica con las distintas facciones sólo a medias, pues se encuentra a medio camino entre dos siglos y, aunque educado en los principios y la moral del que muere, su cultura, su inteligencia y su sentido histórico le hacen abrirse hacia el espíritu de los nuevos tiempos y a la reforma institucional y política que con ellos acaba de llegar.
Admirador de Napoleón, pero crítico al mismo tiempo; defensor de la monarquía, pero firmemente convencido de que el rey no tiene un poder preexistente a las leyes; partidario de la libertad de prensa y adalid del sistema representativo, Chateaubriand se encuentra siempre en una difícil situación, aquella en la que el verdadero intelectual se ha visto siempre. Fiel a sus principios y creencias, va pasando por cargos que los distintos poderes le confían y que su independencia de criterio le obliga a rechazar. Se convierte así no tanto en el académico, el embajador y el varias veces ministro que fue como en el continuo dimisionario que, por exigencias de su moralidad o su carácter, ha sido.
Y toda esa galería de fantasmas forman la imagen que identificamos hoy con Chateaubriand: menos un hombre que una cultura y una época, menos un escritor que un historiógrafo, menos una obra que un estilo, y menos un político de tem-
peramento religioso que una idea democrática del cristianismo y de la cristiandad. A todo ello asistimos maravillados y perplejos, viendo cómo la mecánica concatenación de los acontecimientos lo coloca en el puesto de mando de un navío en el que, como todo ser humano, está condenado a naufragar.
Navegaciones y naufragios podrían haberse titulado estas memorias, si su autor no hubiera sabido que la muerte es lo único que se puede esperar. Y la muerte es su punto de vista: todo lo mira desde ella y como si todo lo ya muerto flotara, en su naufragio histórico y vital, en torno a él. Sin embargo, el Mar de los Sargazos de esta prosa no procede del historiador sino del moralista: a Chateaubriand, profundo conocedor de la cultura clásica, le gustan tanto las sententiae que se vuelve sententia todo él. Lo que sorprende es esta enorme capacidad de juicio y este continuo análisis de hechos y de hombres.
Chateaubriand es un puntillista del espacio y del tiempo, y los pinta simultáneamente a los dos. Lo que hace que su relato no pierda nunca dinamismo y que lo relatado aparezca en su máxima plasticidad. Para ello recurre a la inserción de discursos o a la reproducción de informes, cartas y documentos, que constituyen, más que puntos muertos, islas de vida en medio de esta soberanía de la muerte, que es el punto de mira desde el que siempre escribe.
El lector se siente así preso de unas páginas que recogen y reflejan el magmático flujo de la realidad. El sentimiento que producen es el de una incesante vorágine cuyo curso discurre entre el máximo movimiento y la más sólida y firme inmovilidad. Chateaubriand pertene- ce a la estirpe de Virgilio, de Dante y de Eliot y, como en ellos, las palabras sirven para que los instantes sean sentidos como partes del todo de la eternidad. Chateaubriand consigue este efecto porque no lo persigue y, sobre todo, porque ese es el sentido del tiempo en el que cree.
Paz de espíritu es lo que su subyugante lectura nos provoca. Se comprende la atracción que ejerció sobre Baudelaire, Proust, De Gaulle o Malraux. Chateaubriand es un hombre antiguo que acepta y reconoce la novedad de lo moderno, en la que ve la natural continuidad de una evolución. Su pensamiento político no se atrinchera en los antiguos usos, sino que se adapta a las exigencias y preceptos de los nuevos, prefiriendo que cambien las personas y las normas a que lo haga ésta o aquélla institución. Se sitúa en un moderado posibilismo reformista, que considera el antídoto más seguro contra el reaccionarismo a ultranza de los realistas, y el filosofismo dieciochesco cuyos malinterpretados extremos convirtieron en un peligroso juguete los más nobles principios de la Revolución.
Chateaubriand se mueve entre un territorio tan racional como inseguro, en el que las intrigas nunca faltan y las calumnias tampoco dejan de actuar. Sus facultades lo convierten tanto en un actor como en una víctima. Entre ambos papeles se debate, y pasa de uno a otro con gran facilidad. Lo relativamente fácil de ese paso es lo que su experiencia nos enseña y a lo que nos dispone nuestra natural y necesaria interinidad. La lección de Chateaubriand tal vez sea ésta: mirar el tiempo como un continuo móvil y a nosotros como un punto muerto o a punto de morir. Pocas lecturas resultan más fértiles y hermosas.