La memoria cruel
Marino Gómez Santos
14 noviembre, 2002 01:00Marino Gómez Santos. Foto: Mercedes Rodríguez
Como el mismo autor explica en el prólogo a este libro, la crueldad aludida en el título no es otra que la que muestra la propia memoria cuando amenaza con disolverse y dejar en el limbo los recuerdos irrepetibles que conforman una vida.Con todo, hay rasgos en estas memorias de esa otra crueldad que ciertos lectores gustan de encontrar en los libros testimoniales. Cruel (y un tanto falto de delicadeza) es el relato que el autor hace del grotesco intento de seducción del que fue objeto por parte de una ya anciana Raquel Meller. Cruel es la punzada de amor propio que siente al recordar haber sido blanco, cuando era un joven periodista ávido de conocer a los notables de su tiempo, de las ironías de Eugenio d’Ors. Y cruel (y valiente) puede resultar, al lector acostumbrado a los despliegues de diplomacia con los que otros despachan el caso, la dureza con la que enjuicia la vida pública de Alberti en España tras su regreso del exilio.
Descontados estos episodios, el tono de este libro de recuerdos periodísticos (que en algún momento parece una habilidosa refundición de viejas entrevistas) es de una extrema benevolencia. En una premeditada tiniebla temporal, lograda a fuerza de eludir las fechas concretas de una buena parte de los hechos que se narran, el autor sitúa sus encuentros y entrevistas con una amplia cohorte de personajes célebres del mundo de la cultura y las artes de la España franquista. Comienza Marino Gómez-Santos con su llegada a Madrid en 1950, "con veinte años, el primer libro publicado, un prólogo del doctor Marañón". A través de éste, se introduce en los cenáculos literarios y políticos de la ciudad, comenzando por el café Gijón y terminando por los ambientes taurinos, sin excluir de su radio de acción a la exiliada familia real, a los supervivientes de generaciones anteriores (Baroja, Azorín) y a los personajes de paso por la capital española (Hemingway, por ejemplo). Más adelante, amplía su círculo a Barcelona, que le depara una nueva legión de celebridades que conocer y entrevistar, y a Roma, donde, intercaladas con sus encuentros con Alberti, menudean sus entrevistas con personajes como Moravia o el jesuita Arrupe. El buen pulso literario de Gómez-Santos se manifiesta en la habilidad con la que logra elevar sus encuentros continuados con ciertas personalidades (Sánchez Mazas o Alberti) a la condición de hilo conductor de largas series de encuentros con otros personajes. Al final, Gómez-Santos casi nos convence de que aquel Madrid era un lugar pequeño y cerrado donde todos se conocían, y donde bastaba un poco de cortesía y una buena carta de presentación para entrar en tratos con todos y acceder incluso a la más descarnada intimidad de algunos.
De que Gómez-Santos no era uno de tantos dan sobrado testimonio páginas como las que dedica a Pla o a Baroja. Son ellas las que elevan este libro por encima de la mera sociología literaria y lo convierten en un valioso testimonio de vida vivida con los ojos abiertos.