Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) es un autor reconocido cuya bibliografía reúne títulos sobre materias actuales. En El cielo árido (2012) trató la violencia, aunque este es, en realidad, un tema que vertebra toda su creación.

Los vivos

Emiliano Monge

Random House, 2024. 245 páginas. 17€

Así, profundizó en las violencias masculinas en No contar todo, de 2018; sobre la relación afectiva entre dos traficantes de personas versa Las tierras arrasadas, publicada el mismo año; se aventuró en la utopía y la distopía en Tejer la oscuridad, de 2020; y examinó la maternidad en Justo antes del final, de 2022, un trabajo de silencios ocultadores y de ambiente opresivo en el que explora la locura, el abandono y el miedo ante la diferencia, mientras ensaya el uso de la segunda persona.



Si, a pesar del carácter reservado de algunas entregas, Monge no se cerraba en ellas a revelar su sentido, en Los vivos ha optado por oscurecer tanto el fondo como la forma, hasta el punto de entregar una obra hermética en exceso.

No es fácil contar su argumento, como tampoco lo es avanzar en la lectura de un texto en el que se hurtan demasiadas claves interpretativas. En parte (solo en una pequeña parte) esto se debe a que el estilo de la novela parece heredero del nouveau roman francés, dada la objetividad con la que se exponen los hechos.

El motivo de la cubierta puede arrojar luz sobre lo que quiero expresar y no me resulta fácil. Lo forman diferentes azulejos descabalados que no consiguen bosquejar un dibujo de significado unívoco y cabal. Los hay de diferentes colores y algunos pueden aglutinarse formando familias con una orientación similar, pero en conjunto, modelan un diseño incoherente. Pues bien, de la misma manera funciona el interior de esta novela.

En Los vivos —tal vez sea útil empezar por aquí– intervienen varios personajes cuyos nombres son, cuando menos, llamativos. Hay una pareja formada por un hombre –Hincapié— y una mujer –Vestigia— cuya relación no pasa por su mejor momento. Al principio viven juntos con Herencia –el perro–, pero Vestigia abandonará pronto el hogar compartido para instalarse en casa de su amiga Lucía hasta ver si la situación se aclara.

Hay en esta historia, fragmentada, descompuesta, una mezcla

entre la realidad y la ensoñación

Vestigia, que sufre una afección en las cuerdas vocales, se pregunta si este problema es la causa de su crisis con Hincapié, aunque parece más plausible pensar en el accidente que sufrió cuando viajaba junto a Lucía, que le provocó un aborto no deseado. Las acompañaban Endometria y Cienvenida, dos personajes femeninos cuyo impacto en la trama queda difuminado.



Vestigia trabaja en una oficina donde censa a personas recién llegadas (¿adónde?) que a menudo desaparecen. Allí conoce al Niño, con el que rápidamente siente una conexión –y el desarrollo de afectos– que creía olvidada. Otro protagonista es la vidente, que tratará de ayudar a Vestigia a encontrar soluciones a los interrogantes de su vida, aunque no está claro si ella quiere conocer las respuestas o si prefiere permanecer en la ignorancia.



En la narración se juega con el eje del tiempo, pero también con lo que sucedió y con lo que no sucedió, con lo que alguien imagina que pasó y lo que realmente (¿o no?) ocurrió.

Hay en esta historia –fragmentada, incompleta, descompuesta– una mezcla entre la realidad y la ensoñación, entre lo que se dice y lo que se piensa –o se cree que se ha dicho o que se va a decir–; y, a veces, incluso, entre diferentes versiones del mismo hecho (¿o fueron varios?, ¿o no hubo hecho?).

A la novela le faltan códigos (a pesar de los fragmentos en cursiva y de la voz intrusa) y su lectura –difícil– no es una experiencia placentera.