Liberia, 2003.
Los dos chicos de delante marcan el paso de la comitiva de diez o doce. Uno de ellos lleva una peluca roja con mechas doradas y un vestido de novia que en algún momento fue blanco, pero de eso hace mucho, tal vez años, ahora está sucio y tiene manchas de sangre como brochazos por todas partes; el otro viste una chaqueta que debió de pertenecer a un general, o más bien al disfraz de carnaval de alguien que quería parecer un general, llena de condecoraciones y entorchados. Pero lo que más llama la atención de la indumentaria es el collar de abalorios que pende alrededor de su cuello: son orejas humanas ensartadas en una simple cuerda. Una de ellas, el último trofeo, gotea sangre en las solapas de su chaqueta.
Los acompañantes siguen sus pasos y el ritmo, un remedo de la marcha militar que llevarían si fueran verdaderos soldados. No lo son, aunque cargan con ametralladoras más grandes que ellos; son niños, ninguno ha cumplido los catorce años. Gritan, cantan y, ocasionalmente, alguno de ellos da un disparo al aire entre risas que, cuando se trata de una ráfaga, se convierten en carcajadas. Solo es un juego, el juego de la guerra en el que hoy han matado y quizá mañana sean ellos los muertos. Ambas cosas les son indiferentes. Cuando morir no importa todo está permitido.
El conductor del Jeep, que ha tenido la suerte de verlos antes de que llegaran a su altura, se ha detenido en un lugar en el que el camino de tierra es más ancho. Espera que la comparsa le rebase sin interesarse por él, pero, por si acaso, tiene a su alcance el subfusil del que nunca se separa, un Uzzi israelí al que ha retirado el seguro. Todos respetan al Sipeeni, “el español” en el idioma yoruba, el apodo por el que le llaman desde que hace años llegó a África. Pero es imposible no temer a esos niños ebrios de sangre, tal vez también de algún aguardiente casero o de cualquiera de las drogas que les dan los hombres que los convirtieron en soldados. Alguno puede decidir que unas orejas blancas son lo que le falta al collar del líder.
Desde donde está, el Sipeeni no puede ver el poblado, que no cree que tenga más de quince o veinte cabañas, una colina se lo oculta, pero sí las columnas de humo que ascienden verticales hacia el cielo. Puede contar hasta seis. El escaso viento no logra romperlas, aunque arrastra el hedor del fuego, el de la gasolina que se ha empleado para prenderlo y un olor más que no tarda en reconocer: el de la carne quemada.
Cuando los chicos pasan de largo, hay un extraño momento de calma; la naturaleza, las montañas del condado de Nimba, la maltrecha plantación de cacao, guardan silencio como si temieran el regreso de ese pelotón desquiciado de niños. Hasta que un grito lo rompe, el alarido rasgado de una mujer que proviene de la aldea. El dolor es capaz de proyectarlo tan lejos como está el Sipeeni: la realidad de esta guerra liberiana, la segunda guerra civil del país, supera en crueldad a cualquier imaginación, hasta la de un hombre que lleva tantos años en África. Sabe que está a punto de acabar, pero, en los estertores, es incluso más brutal que cuando empezó.
Deja el Uzzi en el asiento del acompañante y reanuda la marcha, los baches de una carretera de tierra roja le hacen dar pequeños saltos pese a la amortiguación del vehículo; al girar una curva encuentra lo que suponía, las chozas ardiendo, los tejados de paja que se consumen como antorchas enloquecidas. Son casas típicas de la zona, con paredes bajas de barro. Junto a ellas están amontonados los cadáveres, decenas de cuerpos de hombres y mujeres, extremidades sueltas, rostros con expresiones desencajadas que se funden entre sí conforme el fuego quema la piel y la grasa hasta convertirlos en una amalgama de carne en la que apenas se puede distinguir una mano, unos ojos, unos dientes. No le impresiona, se ha acostumbrado a vivir en este terror. Es habitual arrasar de esta forma las aldeas. Al tomar esta, el ejército de Robert Gaynor, al que todos conocen como el general White Eye, no ha sido una excepción.
Cuando se baja del coche, vuelve a escuchar el grito de la mujer. Ahora puede verla junto a las ruinas de una choza que ya no arde: es joven, no tiene más de veinte años, delgada, quizá en otro momento —hace solo unas horas— fuera una mujer atractiva. Un niño con gafas de sol amarillas y la cara maquillada con purpurina le ha clavado la mano a un tablón de madera con un cuchillo. El español no sabe si la mujer ha gritado por el dolor que le provocan sus intentos de liberarse, a cada tirón se desgarra más la palma de la mano ensartada, o por lo que está mirando: frente a ella hay un soldado que viste unos slips negros y unas botas rojas.
Por su cuerpo, fibroso y tatuado de cicatrices, diría que tiene unos dieciocho años. Sin embargo, hay algo infantil en él, tanto en las alas de mariposa que lleva a la espalda y que le quedan pequeñas, parecen el disfraz de cumpleaños de una niña, como en la manera con la que tiene agarrado por el pie a un bebé — supone que el hijo de la mujer — y le da vueltas para coger impulso, como si fuera una toalla que se agita al viento, mientras se carcajea cuando amenaza con estrellarlo contra la pared de una de la choza. El Sipeeni prefiere mantener la distancia ante la escena; el soldado con alas de mariposa tiene la piel clara, puede que sea mulato, y su pelo lacio y largo flota en el aire cuando empieza a girar sobre sí mismo como una peonza. El bebé agarrado a su mano vuela en círculos y la mujer se saja la mano al liberarse del cuchillo con un grito animal, pero no sirve de nada. El soldado suelta al bebé que, impulsado por la fuerza centrífuga, se estrella contra la pared con un crujido de huesos rotos para, después, caer al fango del suelo, muerto.
La mujer no llega a proferir ningún grito más porque el niño con gafas de sol ha sacado el cuchillo de la madera y, montándose sobre su espalda, le ha rajado el cuello. Cuando se derrumba, desangrándose, el Sipeeni ve el horror grabado en sus ojos abiertos: la última imagen que se ha llevado de esta vida ha sido la mancha de sangre y sesos de su bebé contra una pared.
¿Quién puede esperar de esta guerra algo parecido a la compasión? Está más allá de cualquier pesadilla, pero él se ha acostumbrado a pasear entre estos demonios. El soldado con alas de mariposa, el mulato, coge el cadáver del bebé y le hace un corte preciso en la espalda, mete la mano y saca el corazón —no ha tardado ni medio minuto, se le nota pericia—, se lo lleva a la boca, muerde un pedazo y mastica mientras la sangre le resbala por la barbilla. El niño con gafas de sol trata de imitarlo con la mujer, pero carece de la habilidad de su compañero y no logra sacar el corazón, sólo un montón de sangre y vísceras informes.
Como si compartieran la comedia de la torpeza del niño, el Sipeeni y el soldado mulato se miran. Este le sonríe y extiende la mano en su dirección, ofreciéndole que coma del corazón. Sabe que, para ellos, este canibalismo es una manera de obtener poder, de hacerlos indestructibles. No es la primera vez que ve a un soldado comerse el corazón, los sesos y hasta los testículos de un enemigo muerto, pero nunca el de un bebé. Aunque no hay que demostrar la menor humanidad —se confunde con cobardía—, esta vez le afecta de una forma distinta, baja los ojos y se aleja hacia otra de las chozas que se mantienen intactas, una en la que han puesto dos banderas: la de Liberia, igual a la de Estados Unidos, pero con una sola estrella, y otra negra, la que le gusta llevar al general Gaynor, como si fuera un pirata sin barco.
Nadie hace guardia ante la choza, ningún enemigo sigue con vida. Dentro está el general, ha colgado un mapa en la pared y lo analiza. Es un hombre negro, de unos cuarenta años, fuerte, con la cabeza afeitada, lleva unos pantalones militares de camuflaje y el torso al descubierto. Una cicatriz le atraviesa el pecho. Tiene en blanco uno de los ojos, de ahí su apodo: White Eye.
— Te estaba esperando, Sipeeni.
— No es fácil moverse por este país. ¿Qué quieres?
— Se nos acaba la munición y necesito más armas —señala el mapa que ha clavado en la pared, lleno de marcas y anotaciones en todos los colores—. Tengo que llegar a la frontera…
— Olvida la frontera, la munición y las armas, lo que se acaba es la guerra. Los americanos y las Naciones Unidas van a intervenir en Monrovia.
— Sipeeni, tienes que conseguirme esas armas; si las tengo, puedo cruzar la frontera antes de que eso pase.
— Las armas han dejado de ser un negocio. Y, si no hay negocio, ¿por qué iba a arriesgarme?
El general White Eye quiere contradecirle, pero es consciente de que el español tiene razón y de que no le queda más remedio que resignarse a un futuro incierto.
— ¿Qué hay después de la guerra?
— La revancha.
El Sipeeni no ha podido reprimir cierto sarcasmo al pronunciar esas palabras. Sin embargo, luego, intenta corregirse: han sido muchos años haciendo tratos con el general White Eye. Le sorprende encontrar dentro de él algo parecido al afecto.
— Olvídalo, White Eye, olvídate de esta guerra y salva lo que tienes. Aléjate del frente, vuelve a tu poblado y vuelve a tu vida.
— ¿Qué harás tú después de la guerra?
El velo blanco de su ojo derecho ya no le da un aspecto temerario a Gaynor, sino desvalido.
— ¿Qué va a pasar con el Clan?
El Sipeeni es consciente de que Gaynor le está rogando ayuda, pero no se la va a dar. Ha llegado el momento de pasar página, de dejar atrás a todos aquellos que ya no le sirven. Sonríe y guarda silencio ante el general White Eye. No le va a contar en qué se ha convertido el Clan a lo largo de todos estos años, cómo ha mutado en un ente tan grande que se ha vuelto indestructible. White Eye no es capaz de hacerse una idea de qué hará el Clan en el futuro, como no puede imaginar quién es en realidad el hombre que tiene a su lado, aquel al que ha estado comprando armas todos estos años.
No queda nada de ese español que, cuando todo empezó, se encontró con problemas en su país, el tráfico de armas estuvo a punto de ser descubierto por la policía. Pero superó ese escollo y eso le hizo aún más fuerte. Todo eso no lo sabe el general White Eye. ¿Qué es el Clan y quién es el Sipeeni? No va a darle respuesta a esas preguntas. En lugar de discutir, Gaynor abandona la choza para observar las ruinas ardientes del poblado, quizá el último que arrase.
— No puedo abandonar a mis hombres.
— ¿Hombres? Solo he visto niños, niños asesinos.
— Soldados.
No corrige al general; ha visto cómo, después de destruir una aldea, obligan a los niños a matar a sus padres y a violar a sus madres, para que nunca vuelvan a dormir en paz y no quieran quedarse a solas con su conciencia, para que se apoyen siempre en la compañía del grupo que masacró su poblado, es lo único que les queda. Cómo les abren heridas en el cráneo y las impregnan de cocaína y así, con el furor de la droga, son ellos los que piden cargar el fusil. Son ellos los que quieren ser unos asesinos. White Eye los llama soldados, pero no son más que bestias. En eso los han convertido.
Cuando mira a Gaynor, rodeado del humo y del olor a cadáveres, no le impresiona su brutalidad, ya no le engaña esa fachada, solo ve a un pobre hombre temeroso de qué le brindará el futuro. Está asustado, como todos los generales liberianos de esta guerra. Como el general Culo Desnudo, como cualquiera de los dos generales que se hacen llamar Bin Laden, el general Prince o el general Washington. Después de ser los artífices del horror, ¿qué les espera? Los biempensantes dirían que el Sipeeni no es mejor que ellos. Ha estado suministrando armas a estos hombres, se ha hecho rico gracias a la destrucción de Liberia, pero él sabe que esa condena no es más que un ejercicio de hipocresía. Si él no les hubiera puesto a su alcance los fusiles, se habrían matado con cuchillos, con piedras, con sus propias manos.
El soldado mulato con las alas de mariposa lo está mirando. Tiene la boca y el pecho manchados por la sangre del corazón del bebé, sonríe y le apunta con el dedo simulando un disparo...
— ¿Quién es?
— Un buen soldado: lo llamamos Funfun.
El Sipeeni sabe qué significa eso en yoruba: blanco. White Eye lo tiene por uno de sus mejores hombres, lo que quiere decir que no hay límite que no se atreva a cruzar.
— Está conmigo desde 1990. Solo tenía seis años cuando nos lo llevamos de su aldea, Bopolu.
Está seguro de que ha sabido disimular, pero el nombre del poblado ha sobresaltado al español, ahora lo entiende todo, por qué le ha afectado tanto verle comerse el corazón del bebé. Hace ya trece años de aquel día, cuando el general White Eye se convirtió en su principal cliente. Sabía que su primer objetivo era arrasar la aldea de Bopolu, en manos del general Washington en esos momentos. El Sipeeni le entregó el armamento necesario para hacerlo. No le importó que en ese poblado vivieran su amante y el hijo que había tenido con ella, un pequeño mulato al que habían llamado Marvin. El general White Eye no se equivoca: sólo contaba seis años. El Sipeeni creyó que nadie había sobrevivido, ahora se da cuenta de que estaba equivocado: en la mirada de ese soldado hay un brillo depredador que le ha recordado a sí mismo. Tiene sus ojos, su lado salvaje, el fulgor de la determinación y la locura. Ese animal es su hijo.