Toda Flannery O’Connor en sus 'Cuentos completos': historial del profundo Sur estadounidense
Sus personajes, siempre al límite de sus fuerzas, caben en una sola mirada que refleja con astucia sus miserias, su desconcierto y su “ruralidad”.
15 enero, 2024 01:17Flannery O’Connor (Savannah, Georgia, 1925) murió en 1964, a los 39 años; publicó en vida treinta y un relatos y póstumamente se publicaron otros doce que no habían sido recopilados hasta este volumen, donde están todos, ordenados cronológicamente, desde las historias que escribió para su tesis de máster en la Universidad de Iowa hasta “El día del juicio final”, una desgarradora versión de su brillante cuento inicial, “El geranio”, sobre el exilio de una anciana sureña en Nueva York.
Dado que los cuentos que aquí se recogen incluyen las introducciones originales y otros capítulos de sus dos novelas, Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan, y que los cuentos eran más naturales para ella que las novelas, tenemos aquí a casi toda Flannery O’Connor “completa”. Máxime si tenemos en cuenta que la característica que impulsaba su estilo, su mente, era encontrar a las personas “completas” en el gesto más pequeño, o en la acción involuntaria de un momento que podía decidir una vida para siempre.
Era capaz de poner todo un personaje en una sola mirada, todo lo que tenía y sabía en una sola historia. Conocía a las personas con la irrevocabilidad con la que afirmaba conocer la distancia que separa el infierno del cielo. Para ella las personas estaban completas en su debilidad radical, en su estado necesariamente humano e incompleto. Cada historia era completa, frase a frase. Y cada frase era una versión dura, directa y absolutamente completa de su tema: la deficiencia humana, el pecado, el error, la fealdad plasmada físicamente.
No era solo la mejor escritora de aquel tiempo y lugar, sino que también expresaba algo secreto, llamado “el Sur”, sobre Estados Unidos, con ese don trascendente para expresar el verdadero espíritu de una cultura que transmiten esos escritores que no son necesariamente los más grandes, pero nunca se nos van del todo de la cabeza.
Completitud es una palabra para ello; implacabilidad, imperturbabilidad serían otras. Era un genio. Lo que caracteriza a los que no son genios a la hora de narrar es que se distraen, insinúan que quedan cosas por decir a las que llegarán algún día. O’Connor estaba toda en un relato tras otro, ocupando la mente y la vida entera de un personaje que estaba tan tenazmente en la página como si estuviera clavado en ella. Su gente era enteramente lo que era, lo cual no equivalía a mucho en términos “humanos”.
[Cuentos completos de Flannery O'Connor]
Pero todos estaban intactos en lo relativo a sí mismos, en su estupidez, su mezquindad, su desconcierto, su “ruralidad” sureña. El Sur era su gran metáfora, no de un lugar, sino de la Caída del Hombre. La vida para O’Connor estaba hecha de absolutos; las personas eran absolutas, afiladas, cuchillos sin mango.
El viejo Fortune, en “Una vista del bosque”, ama tan profundamente a su nieta y la identifica con él tan salvajemente que, por supuesto, la mata sin querer cuando ella le sorprende oponiéndose a sus deseos. La niñera del hijo pequeño de la disoluta pareja de ciudad de “El río” le lleva a ver un bautizo en el campo, el niño vuelve solo y se ahoga cuando intenta encontrar a su nuevo amigo Jesús en el río.
Las personas estaban completas porque el lector, no ellas, lo sabe todo acerca de ellas. No eran nada aparte de sus naturalezas, y como no había nada en la vida más que las naturalezas de las personas, esto hacía que la vida fuera moral. Las frases de O’Connor eran tan despiadadas como las de Stephen Crane, pero menos literarias, siempre más objetivas que las de Hemingway en su faceta más dura, y caían por su propio peso.
En sus cuentos, las personas están siempre al límite de sus fuerzas. Están en la sinapsis entre lo que son (desconocido para ellos mismos) y lo que hacen. Y estas sinapsis, estos destellos de conexión, son tan “completas”, inmediatas, acertadas, irreversibles, que una característica particular del estilo de O’Connor es que las frases son exactas, no de manera vistosa, como es propio de la retórica, sino física, igual que las diferentes partes de un cuerpo encajan entre sí.
Flannery O’Connor era un genio, la mejor escritora de su tiempo. Cada relato era completo frase a frase
Nadie ha escrito nunca ficción con tanta astucia secreta, dando con las diminutas diferencias que nos emocionan en la lectura y nos llevan a responder. No obstante, nadie ha escrito nunca menos “bellamente”, a la manera contemplativa y lírica de Hemingway. Era más devota del sinónimo que de la metáfora, pues lo que veía era lo no humano que la gente siempre le recordaba.
Luego estaba la letalidad de la observación sin crueldad, divertida porque los diferentes elementos “encajaban”. “La sonrisa de la señora Watts era tan curvada y afilada como la cuchilla de una hoz. Era evidente que estaba tan bien adaptada que ya no tenía que pensar”. “Mascaba chicle lentamente, como al compás de la música”. “‘Tiene una úlcera’, dijo la mujer con orgullo. ‘No me ha dado ni un minuto de paz desde que nació’”.
Las frases de la narradora sureña son más a menudo inquietantes por su lacónica corrección que por su inteligencia. No miraba a su alrededor mientras escribía. Estaba clavada en lo que hacía su gente. No había nada más que eso: un pequeño círculo.
En realidad, sus relatos ya parecen poco contemporáneos en su pasión por el arte de la ficción. Uno se da cuenta de lo difusa y subjetiva que se ha vuelto la práctica de la narrativa desde que O’Connor escribió los primeros cuentos de este libro para su tesis de máster en Iowa, que se leían como si fuera a ser examinada por Willa Cather y Stephen Crane. La era que vivimos es tan de comentarios... Como señala Josephine Hendin en El mundo de Flannery O’Connor, había algo de irreal e incluso cómico en su infancia que debió de transmitir a O’Connor una irónica sensación de soledad como mujer, artista, sureña y católica irlandesa.
Por otra parte, estaba tan encerrada en su cuerpo que tocaba el hueso de la verdad que estaba hundido en su propia carne. Así se perdió en un cuento. Y esto era la gloria. Leyéndola, uno es consciente, sobre todo, de un don benditamente objetivo, un talento para leer el mundo. Las palabras se convertían en verdad en su mundo dramático, en la acción, el gesto, la muerte. Eso también era una especie de completitud, perfectamente afirmada en un relato tras otro. Pero la ficción dependía para ella de un sentido inquebrantable de nuestros límites, y los límites solo podían elevarse con la muerte.
En “Greenleaf”, la gran historia de una mujer asesinada por el toro que su rematadamente inútil mozo de labranza, Greenleaf, siempre está soltando, la mujer mira fijamente a la “violenta mancha negra que salta hacia ella como si ella no tuviera sentido de la distancia, como si no pudiera decidir de inmediato cuál era su intención, y el toro ya había enterrado la cabeza en su regazo, como un atormentado amante salvaje, antes de que su expresión cambiara. ... Tenía la mirada de una persona a la que se le ha devuelto la vista de repente, pero a la que la luz le resulta insoportable”.
© The New York Times Book Review. Traducción: News Clips