Una experiencia que me dejó una indeleble impresión ocurrió cuando, a los diez años, cayó en mis manos Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi. El comienzo de la historia me inquietó profundamente. Permítanme recordárselo: “Érase una vez... —¡Un rey! —dirán mis pequeños lectores. No, érase una vez un pedazo de madera…”. Collodi desafió un hábito profundamente arraigado: el previsible elenco de personajes de una fábula. Con ese libro, Collodi hizo surgir en mí una duda que persiste hasta el día de hoy, al tiempo que desmanteló ese refugio al que acudimos cuando nos sentimos vulnerables o amenazados: el condominio de las convenciones.
La obra divulgativa de Marcus Du Sautoy, catedrático de matemáticas de Oxford, posee un toque collodiano. El pasado 26 de septiembre, el Centro Cultural Conde Duque auspició un encuentro en el que participó junto a un experto en inteligencia artificial, Julio Gonzalo, y a la periodista Marta García Aller. Mi asistencia a dicho evento representó un acercamiento a un autor que me había cautivado precisamente por su peculiar manera de abordar la ciencia, no como un territorio ya cerrado, sino como un ámbito en constante evolución, repleto de interrogantes en lugar de certezas. La experiencia de escucharlo en persona confirmó la imagen que me había formado de él.
Su obra más reciente, traducida al castellano en 2020 bajo el título Programados para crear: Cómo está aprendiendo a escribir, pintar y pensar la inteligencia artificial (Acantilado), plantea una interrogante intrigante. Sin embargo, su título original en inglés, The Creativity Code, resulta aún más provocativo, pues aparenta ser un oxímoron: ¿cómo es posible asociar “código” con “creatividad”? ¿Acaso la creatividad debe entenderse como un proceso codificado y programado?
Du Sautoy confiesa que el libro germinó inicialmente de una inquietud reciente. Aquella inquietud tenía un carácter reflexivo, ya que surgió de la ruptura de una convención propia de la comunidad de matemáticos. Hasta hace bien poco, la inmensa mayoría de los matemáticos compartía la visión compartida por el astrofísico holandés Piet Hut en The New York Times en 1997, justo después de que Deep Blue venciera al campeón de ajedrez Garri Kasparov: “Podrían pasar cien años antes de que un ordenador gane a un hombre al Go, o incluso más. Si una persona razonablemente inteligente aprendiera a jugar al Go, sería capaz de vencer a todos los programas informáticos existentes en pocos meses. Para ello, no haría falta un Kasparov”.
Los matemáticos se sentían a salvo respecto al avance de la inteligencia artificial (IA) merced a esta convicción. El ancestral juego chino de Go se considera el más cercano al ámbito de las matemáticas, y una de sus principales complejidades reside en la necesidad de una percepción visual altamente desarrollada para jugarlo. Esta percepción visual es precisamente uno de los mayores desafíos de la tecnología robótica.
Sin embargo, esta convicción fue desafiada cuando en marzo de 2016 la computadora AlphaGo se enfrentó en cinco partidas al campeonísimo coreano Lee Sedol. El resultado final fue 4-1 a favor de la computadora. Pero lo que más impresionó a Du Sautoy fue un movimiento realizado por AlphaGo: el movimiento 37 de la segunda partida, fue el más insólito de todos realizados por la máquina.
No es este el lugar adecuado para entrar en detalles, pero este movimiento tan poco convencional desconcertó a los expertos, quienes lo consideraron erróneo porque, creían, debería haberle llevado inevitablemente a la derrota. Sin embargo, se descubrió que sus consecuencias fueron las que a la larga le permitieron a la máquina ganar aquella partida. Los análisis posteriores de los expertos concluyeron que la máquina había cambiado las convenciones del Go, haciéndonos percibir a los humanos cómo aquel movimiento “prohibido” podía ser usado en nuestro propio beneficio durante el juego. La computadora había abierto una vía antes inexplorada.
Du Sautoy argumenta que existen algunas (pocas) normas lógicas que rigen la creatividad. Para respaldar esta afirmación, se basa en la división tripartita propuesta por la psicóloga cognitiva Margaret Boden. En primer lugar, está la creatividad exploratoria, que implica la exploración de los límites de lo ya existente sin sobrepasar sus fronteras establecidas. Un ejemplo de esto es la obra de Bach, quien continuó el legado de los compositores barrocos al explorar los confines de la tonalidad, extendiendo con sus preludios y fugas los límites de lo posible, sin renunciar a ciertas convenciones. En segundo lugar, se encuentra la creatividad combinatoria, que surge de la fusión de reglas de dos dominios diferentes, lo que implica la traducción entre lenguajes distintos.
Pensemos en cómo Philip Glass traduce los elementos que aprendió trabajando con Ravi Shankar en los esquemas de su música minimalista. Por último, encontramos la creatividad transformadora, que implica un cambio radical en el enfoque. Siguiendo con ejemplos del ámbito musical, podemos pensar en el giro radical que dio Schönberg hacia la atonalidad. Partiendo de esta clasificación, se pregunta si la IA es capaz de realizar actos creativos semejantes, poniendo ejemplos clarividentes de los dos primeros tipos, la exploratoria y la combinatoria, pero dejando una gran duda respecto a la tercera.
Indudablemente, la inteligencia artificial ha demostrado en múltiples ocasiones su capacidad para la creatividad, tanto en su vertiente exploratoria como en la combinatoria. Sin embargo, surge la incertidumbre acerca de su potencial para llevar a cabo actos creativos genuinamente transformadores. Tal vez sea pertinente recordarles la afirmación de Ludwig Wittgenstein de que, manteniéndose dentro de los confines de la lógica, no es factible algo verdaderamente novedoso. Las computadoras son máquinas lógicas, y, siguiendo a Witgenstein, incapaces de “paralogismo”, un motor para el avance de la ciencia, y para cuya explicación que podría usarse la expresión vulgar “pensar fuera de las convenciones”.
Einstein pensó fuera de las convenciones de la física anterior para elaborar la teoría de la relatividad, cambiando el tablero de juego. Se trata de un pensamiento muy profundo, que distingue los procesos dinámicos “que se realizan dentro de la lógica” —por tanto, previsibles y que no crean nada que sea radicalmente nuevo— de los procesos que una lógica rigurosa define “incorrectos”. Son estos últimos los que generan lo verdaderamente nuevo.
Hoy en día, existe una obsesión por comparar la inteligencia humana con la artificial. Du Sautoy advierte sobre esta perspectiva, que nos hace olvidar que existen múltiples formas de inteligencia y que, si bien las máquinas pueden superar a los humanos en algunas de sus formas, en otras no pueden. En particular, el autor se remite a las artes, un terreno donde las máquinas poseen una limitación inexpugnable: la experiencia propiamente humana. De ella nacen todas estas inquietudes, estas dudas que emergen de la imprevisibilidad del futuro. Dejemos que la experiencia del futuro, tiempo de lo incierto, las fecunde con lo radicalmente nuevo, mientras aprendemos a convivir con esta nueva forma de inteligencia alternativa.