Por méritos propios, la mexicana Guadalupe Nettel (1973) ocupa un lugar destacado en el ámbito de la literatura escrita en español, una lengua que fusiona diversas culturas y escrituras. No en vano, solo en nuestro país ha conseguido galardones como el Premio Herralde de Novela (2014) por Después del invierno o el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero (2013) por El matrimonio de los peces rojos. Además, sus obras han sido traducidas a más de veinte idiomas, lo que explica su pujanza y la estimación internacional de quien ha compuesto con gran reconocimiento tanto ensayos como novelas y cuentos.
A este último género pertenece Los divagantes, un libro formado por ocho relatos que lanzan sendas miradas originales sobre la realidad, creando universos propios en los que el lector se siente involucrado. Todos giran en torno a un eje común –la familia– y desgranan las variadas relaciones que se establecen entre sus miembros. En ellos hay espacio para el oscuro universo de los secretos, pero también para el de los deseos, el amor, el odio, la esperanza, la indiferencia, el dolor o el silencio. Y son, además, un terreno abonado para la reflexión sobre la vida, el paso del tiempo, el anhelo de hacerse adultos, la añoranza del pasado, lo que poseemos y no valoramos, lo que querríamos tener, lo que recordamos o lo que sentimos en cada etapa de nuestra biografía. Y se vinculan con el desarraigo que, por diferentes motivos, irrumpe y nos arruga el alma.
Se trata de textos muy narrativos, formados por historias complejas que se cuentan con detalle y culminan con finales abiertos. De ahí que quienes se adentren en esta lectura deberán estar atentos a las tramas para no perderse. También tendrán que meditar sobre el sentido que la autora quiere transmitir o, en los casos de mayor identificación con el argumento o los personajes, sobre el alcance íntimo de cada texto. Así se entiende que los distintos narradores cuenten desde la primera persona, ya que es la fórmula más adecuada para favorecer la empatía del lector.
Entre los ocho relatos, el que da título a todo el conjunto destaca por su tono intimista y por una brillante simbología que arroja luz sobre el resto. Hay en él una atención especial a la infancia, a nuestra (in)capacidad para convertirnos en los adultos que queremos ser, a los exilios forzosos y a la amistad, valores que, por sí mismos, justifican su trascendencia. Pero, además, el nomadismo familiar lleva a la narradora a descubrir un pájaro –el albatros– cuyo instinto lo empuja a regresar a su aldea de nacimiento desde emplazamientos remotos, pese a la dificultad de volver a su territorio. De hecho, algunos no lo consiguen. Son los que interesan al relato y se denominan albatros divagantes. Conocerlos lleva a la joven a comprenderse mejor y a entender a Camilo, un amigo de la niñez que siempre quiso retornar a Uruguay, a pesar de que fue el país que sus padres tuvieron que abandonar para sobrevivir.
Como Camilo y la misma narradora, muchos de los protagonistas de estos cuentos son divagantes que buscan un paraje propio entre el desarraigo –espiritual o físico– y la raíz. Componen el elenco, entre otros, un tío proscrito que esconde un secreto, la sobrina fascinada por su leyenda, el hombre que desea abandonar su vida o los que prefieren soñar a vivir. Todos ellos reflejan espacios singulares en los que repensarnos.