Cuando en 1992 Donna Leon publicó su primera novela del comisario Brunetti, la escritora vivía en Venecia y había dejado atrás toda una vida ‘nómada’ a lo largo de Asia y Europa. Nacida en Nueva Jersey el 28 de septiembre de 1942, hija de un matrimonio convencional con ascendencia irlandesa, alemana e hispana, antes de que su emblemático personaje existiera, había cambiado su trabajo en la universidad por cultivar tomates, había perdido su tesis sobre Jane Austen tras salir apresuradamente del Irán de la revolución y había impartido clases de lengua y literatura en China y Arabia Saudí.
“Supongo que todas las profesiones conllevan cierta deformación: la mía es el crimen”, confiesa cómicamente en Una historia propia (Seix Barral), donde la escritora, a punto de cumplir 81 años, rememora algunos de los episodios más curiosos de su vida. “Mi editorial alemana, que lo es todo para mí, me pidió permiso para reunir los ensayos que había escrito en los últimos 20 o 30 años —revela—. Me enviaron la recopilación para ver si quería cambiar algo. A mí ya se me había olvidado que los había escrito y me hicieron reír, así que di mi consentimiento. Parece que a la gente le está resultando muy entretenido, después de todo”, sonríe en una entrevista concedida a El Cultural telemáticamente desde su casa en Suiza.
Curiosamente, Leon es una escritora que reniega de las tecnologías. “Sigo sin tener teléfono y, en lo demás, mi vida no ha cambiado mucho en los últimos años —reconoce—. He escrito algunos libros más y he ido a la ópera. No ha habido ningún avance reciente”. No parece hacerle falta alguna. Ella ya cuenta con la tecnología más avanzada que ha encontrado en la vida: el lenguaje.
Pregunta. Comenta que cuando empezó a leer pronto descubrió que el lenguaje es también la fuente de muchos engaños. ¿La lengua le sigue pareciendo "el mejor juguete del mundo"?
Respuesta. Sí, la lengua y la música, pero sobre todo la lengua, porque si lo piensas de un modo abstracto o teórico es increíble que podamos emitir un sonido y que otra persona entienda lo que significa ese sonido. Eso me parece un milagro. Son como ondas cerebrales, podemos dejar que otros sepan lo que pensamos emitiendo simplemente sonidos. Decimos ‘blablablá’ y hacemos que eso tenga un significado. Siempre me ha parecido fascinante.
P. Entre las historias que comparte de esos primeros años, señala que en los 60 prefirió dedicarse a vender tomates que a dar clases en la universidad porque le salía más rentable. ¿Acaso no le gustaba la vida como profesora?
R. Me gustaba mucho. Cuando terminé mi licenciatura y empecé el doctorado me encontraba en una situación en la que podía leer —leía poesía o los clásicos en lengua inglesa— y hablaba de ello con otras personas que estaban igual de interesadas en las mismas cosas que yo. Y, además, me pagaban. Eso me parecía increíble, poder hacer aquello que me gustaba y que encima me pagasen. Incluso hoy, me sigue pareciendo increíble hacer lo que me gusta, algo que me hace muy feliz y que alguien me pague por hacerlo. Es por eso que creo que ser escritora, o cantante, son los mejores trabajos del mundo.
Una vida de trotamundos
Fue a mediados de los años 70 cuando Leon leyó una oferta de trabajo en el New York Times como profesora de inglés, solicitó el puesto y se lo otorgaron. “Yo tenía treinta y pocos años y lo único que sabía sobre Irán era que antes se llamaba Persia, un nombre con cierta aura mágica”, relata. Allí, donde permanecería cuatro años, empezó a dar clases de inglés básico a los miembros de las fuerzas aéreas iraníes que se formaban para ser pilotos de helicóptero. Sin embargo, desmotivada nuevamente por el oficio, dedicó la mayor parte de sus horas laborables a jugar al tenis. Fruto de aquellos días, Leon ganó la Copa Pahlavi de tenis femenino individual de Isfahán.
P. Afirma que nunca se sintió especialmente en peligro por ser estadounidense durante la revolución iraní, pero ¿cómo vivió aquellos días de tensión?
R. En muchos sentidos era una cultura anticuada, pero estábamos a finales de los 70 e Irán estaba ya muy americanizado, no estaba tan cerrada como Afganistán o Arabia Saudí en cuanto a la influencia occidental. La gente era muy agradable, buenos amigos, buenos vecinos, gente pacífica, muy religiosa también, y a nosotros, me refiero a las personas con las que yo trabajaba, siempre nos trataron muy bien. Eran personas que quizás no tenían ningún motivo para tratarnos bien. Yo trabajaba para una empresa que daba clases, pero que trabajaba a su vez para las fuerzas armadas estadounidenses. Y quizás no era ese el mejor invitado que podía tener Irán en ese momento, pero nunca tuve ningún problema, nunca nadie me molestó ni sufrí ningún tipo de ataque o de mala conducta.
P. Sin embargo, la situación iraní sí que tuvo una repercusión directa sobre su vida, ya que durante el traslado de su equipaje le perdieron su tesis sobre Jane Austen y después de aquello tomó la decisión de dejar la investigación. ¿Alguna vez se arrepintió de haber abandonado su tesis?
R. Y menos mal —bromea—. Porque como cuento, cuando me mandaron mis cosas, estaba todo menos mis libros y mi manuscrito. Casi lo había terminado, pero lo confiscaron. Y entonces tuve que enfrentarme a la posibilidad de volver a escribirlo o no. Pero no pensaba pasarme otros cuatro años en la escuela de doctorado, así que acepté un empleo en China y mi vida cambió para siempre. Con aquella decisión, cerré la puerta a una vida académica y me convertí en una especie de profesora mercenaria, fui a China y a Arabia Saudí, y me seguí divirtiendo muchísimo, pero gracias a Dios que se perdió esa tesis.
P. Tras Irán, consiguió trabajo como profesora de Literatura en Lengua Inglesa en China. ¿Cómo fue el cambio de un país a otro?
R. En China siempre me sentí vigilada como extranjera. Estamos hablando de los años 70 y 80. Había una vigilancia constante sobre mí y los estudiantes a los que daba clase. Teníamos unas intérpretes que nos acompañaban y allá donde íbamos las teníamos que llevar para que nos ayudasen. Por supuesto que lo hacían, pero luego descubrimos que sus padres eran miembros del partido comunista, entonces fue cuando me di cuenta de que quizás no solo estaban ahí para traducir si quería un kilo de tomates, quizás estaban ahí para vigilarme. Fue así cómo empecé a controlar más lo que decía, porque vi que de una manera muy sencilla me vigilaban y eso me hizo sentir incómoda. En Irán en cambio tenía una libertad total para decir y hacer lo que quisiera.
P. Y podía ser peor, a juzgar por lo que cuenta, cuando viajó a Arabia Saudita, donde permaneció nueve meses, ¿no?
R. Es cierto. Después de 40 años el motivo por el que sigo teniendo una opinión muy negativa de Arabia Saudí, y no hago ningún tipo de esfuerzo por ocultarlo, es que nadie me vigilaba, nadie me impedía hacer lo que quisiera, pero yo allí no era feliz. No me divertí en Arabia Saudí, excepto cuando inventé el juego este de $audopoly —una especie de Monopoly que seguía las reglas según la vida en el país árabe—. Es una sociedad dominada completamente por el hombre y en mis breves intercambios con sauditas anónimos siempre me sentí un objetivo. Les gustaba portarse de forma desagradable. No solo con mujeres estadounidenses, sino también con mis compañeras autóctonas, o egipcias y de otros países árabes. Ellas también eran víctimas, sufrían este tipo de agresión constante en los taxis, los autobuses y en las calles. Los hombres siempre manifestaban su superioridad. La masturbación en público, que es algo endémico, era la peor expresión de esto. Quizás desde entonces, ahora ya no sea tan habitual, pero todas las mujeres que yo conocí tarde o temprano se habían encontrado con esto: un hombre masturbándose en público o exhibiendo sus genitales. Vivir sintiéndote como un ser inferior durante nueve meses deja huella y mi impresión de ese país nunca va a cambiar.
P. Imagino que a Arabia Saudí, no, pero ¿ha vuelto a alguno de esos países después?
R. No tengo ningún deseo de volver a China. Sí que me gustaría volver a Irán, porque la gente que conozco que viaja a Irán siempre queda muy impresionada por la amabilidad de los iraníes y por su simpatía, parecen casi italianos. También por la belleza espectacular de ese país y de su patrimonio cultural.
Venecia, amor a primera vista
Aunque ya había viajado con anterioridad a Italia, Leon aterrizó en 1981 en Venecia. Aun sin saberlo, aunque lo suyo fue amor a primera vista, la ciudad italiana le iba a dar todo lo que otros lugares del mundo no habían sido capaces, incluida su carrera como exitosa autora de novela policíaca. Por lo pronto, la escritora había llegado sin trabajo ni perspectivas a la ciudad de los canales. Pero su situación no duró demasiado. “Unos días más tarde, nuestra heroína se puso a impartir Literatura en Lengua Inglesa a un grupo de aproximadamente treinta soldados, la mayoría de veintitantos años y unos cuantos con un interés genuino en la asignatura”, relata en sus memorias.
P. ¿Qué tenía aquella ciudad que, al contrario de lo que le había ocurrido antes, incluso con su propio país, quisiera quedarse definitivamente?
R. Es una ciudad hermosa. Vayas donde vayas te asalta algo que te hace parar y mirar. Y si lo haces, si miras a tu alrededor, allá donde miras, a las tres de la mañana o a las tres de la tarde, ves belleza. Y eso está muy bien, da mucha paz.
P. Sin embargo, a pesar de su historia de amor con Italia, en 2020 adquirió la nacionalidad suiza. ¿Ha encontrado su hogar definitivo?
R. Sí, de hecho, ahora hablo desde el pueblo donde vivo en Suiza. Me gusta vivir en el campo. Tengo un amigo que me ayuda con el jardín y ayer fui a ver a un vecino que tiene una granja de 50 vacas y además tiene una pila inmensa de estiércol, casi tan grande como mi casa. Una vez al año me deja ir con el jardinero y llenar 20 bolsas para poderlas usar como abono en mi jardín en primavera. Esa experiencia de ir y caminar por esa montaña de estiércol para mí es algo divertidísimo. Lo disfruté mucho porque sabía que me lo iba a llevar a casa, lo pondría en el jardín y el próximo año tendría tomates enormes. Y me gusta la facilidad que hay en Suiza. Si no fuese en Suiza, me gustaría vivir en Venecia, pero teniendo en cuenta la situación actual con el turismo ya no quiero vivir allí, porque me pasaba mucho tiempo de mal humor.
P. Después de tantos años lejos de Estados Unidos, ¿echa de menos algo de allí?
R. Nada, en absoluto. Creo que es un lugar que ha perdido la cabeza a nivel político y en general.
Brunetti y la ópera
De su paso por Italia, hace poco más de 30 años surgió, no obstante, el personaje que popularizó a la escritora, Guido Brunetti. A pesar de que su obra, por expreso deseo de la autora, nunca ha sido traducida al italiano, sus libros, ambientados en Venecia, la han proclamado como una de las escritoras más populares del crimen, con más de treinta títulos a sus espaldas. A punto de publicar su próxima novela, ahora en proceso de corrección, adelanta que tratará sobre el pasado y sobre cómo las personas lo recuerdan.
P. Ahora que no vive en Venecia, ¿no se ha replanteado publicar sus libros allí?
R. No, porque sé qué pasaría: la prensa italiana empezaría a escribir, como ya ha hecho, sobre una persona que no es italiana ni de Venecia y escribe sobre el problema de la criminalidad y la delincuencia en Italia. En dos ocasiones ya en la calle se me acercó alguien que de malas maneras me gritó por haber hablado mal de Italia. No habían leído ninguno de mis libros, simplemente lo habían visto en la prensa. Y no quiero que pase eso. No quiero tener que escribir y leer este tipo de cosas ni temer que alguien me vaya a asaltar por la calle, cuando los escritores italianos escriben cosas mucho peores sobre Italia, y a mí me encanta Italia, adoro a los italianos, pero ahora mismo ya no era posible para mí vivir allí.
P. Otro de los aspectos que menciona en Una historia propia es su pasión por la música. ¿Qué estaría antes para usted, la escritura o la música?
R. Si tuviera que elegir entre escribir y la música, elegiría la música. Pero si tuviese que elegir entre leer y la música sería muy difícil, porque encuentro mayor placer en la lectura que en la escritura.
P. De hecho, a su comisario Brunetti lo concibió en una ópera, ¿no?
R. Sí, así es. Y creo que esa es una de las cosas que hace que sea distinto de los demás personajes de mis libros. Es alguien que tiene vida propia, tiene una vida filosófica, medita sobre las cosas, y me parece necesario realmente en una novela negra. La tarea en una novela policiaca es seguir las huellas del asesino, pero a mí me parece interesante que Brunetti vaya más allá, que sea alguien que piensa también sobre Aristóteles, sobre algo que ha leído en el periódico, sobre el destino o sobre Abu Dabi. Su mente trabaja en otras cosas también y eso me resulta mucho más interesante.
P. Y en cuanto a la música, ¿qué le gusta escuchar?
R. No tengo mucho tiempo para escuchar música, porque cuando trabajo no puedo escuchar música, me distrae demasiado y no puedo prestar atención a otra cosa. La música es una de las grandes alegrías de la vida. Sigo escuchando mucha música barroca y de hecho ahora estoy mirando todos los programas de ópera para ver qué voy a hacer esa temporada. Organizo mi vida en función de los programas de las óperas.
P. Y, sin embargo, confiesa en sus memorias que a veces usted misma está harta de la música, de tener que escucharla por todas partes. ¿La música contamina?
R. Yo creo que sí. Nos gusta escuchar la música que nos gusta, pero si se pone música en público habrá muchas personas que tengan que escuchar la música que no les gusta, y eso molesta. Es molesto tener música permanentemente. La música es una forma de contaminación simplemente porque está en todas partes: en los supermercados, en los restaurantes, en las oficinas. Nunca he conocido a nadie que quiera escuchar música en un restaurante, donde vas para escuchar a tus amigos, conversar con alguien o hablar de negocios.