Al ser amplia, tanto en la obra narrativa como en la ensayística de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) caben diversas preocupaciones. Pero en un vistazo global, un doble asunto, la memoria y España, constituye un foco de atención destacado de su escritura, ya estrechamente relacionado en varios de sus títulos, en El jinete polaco, Sefarad o La noche de los tiempos. Semejante asociación vuelve a practicar en No te veré morir, aquí a partir de un relato que bien podría definirse como una pura novela de amor.



La historia sentimental algo neorromántica tiene su centro en la peripecia de Gabriel y Adriana. Los dos jóvenes enamorados y ocasionales amantes sintieron mutua inclinación desde niños y sus vidas se separaron un infeliz día de 1967. Él, de orígenes modestos, emprendió una exitosa carrera en el ámbito financiero en Estados Unidos, y allí fundó su propia familia, importa subrayar que más americana que española. Ella languideció en su lujosa casa del acomodado barrio madrileño de Salamanca.



Septuagenario, Gabriel hace una visita a la ajada Adriana que lleva en el máximo secreto y en este encuentro salda el medio siglo de distancia física con la sombría emoción que expresa el verso de Idea Vilariño que figura como título del libro.

Esta doble historia se complementa con otras adicionales que permitan tratar con debida amplitud el vasto panorama sentimental e histórico del autor.

No te veré morir

Antonio Muñoz Molina



Seix Barral, 2023

240 páginas. 19,90€

Sobre todo, la de Julio, medio amigo y protegido de Gabriel, profesor en universidades americanas y experto investigador de pintores barrocos de segunda fila, traumatizado por el abandono sin explicación alguna de su mujer y por la hostilidad de una hija, eminencia de la astrofísica, que le ha levantado una muralla de implacable distanciamiento.



Forzando algo en extremo el azar, las historias de Gabriel y Julio (una novela de campus la de éste) sirven de plataforma para una presentación de los inciertos destinos humanos que se despliega por medio de finas observaciones íntimas en un ejercicio que entronca con la novela psicologista clásica. Ambiciones, esperanzas y frustraciones se tejen sobre una malla espesa que habla de destinos individuales pero también de la condición humana. Aunque Gabriel se la aplique a sí mismo, una cita de Marx (“todo lo sólido se desvanece en el aire”) vale como iluminadora síntesis de los engañosos anhelos de la vida.

Con 'No te veré morir' vuelve el narrador que echa luz sobre los entresijos morales de nuestra sociedad

No se limita, sin embargo, la novela a esta genérica dimensión antropológica sino que despliega otros muy específicos asuntos. De tal modo, ofrece un jugoso complemento de motivos en torno a la identidad, el extrañamiento, el sentimiento de extranjería o el exilio. En ellos vibran acuciantes pulsiones de todo tiempo, pero con proyección en el nuestro, las cuales planean con acuciante actualidad sobre todo el relato.

Estos motivos engarzan con la ya señalada cuestión de España, referida tanto a cierta idiosincrasia nacional (un estigma de aspereza y falta de racionalidad) como a un específico desarrollo histórico. Si no fuera por lo semánticamente maleada que se halla la locución, habría que calificar No te veré morir como una novela de la memoria histórica, reflexiva, densa y libre de maniqueísmos ideológicos.

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Dispone a este propósito Muñoz Molina una subtrama, auténtica historia complementaria de la principal, que dilata con mucho los 50 años que separan el reencuentro de Gabriel y Adriana. En realidad se reconstruye casi un siglo de nuestra historia. Esta línea argumental, en un ejercicio muy propio de las preferencias narrativas del autor, se remonta hacia atrás en el calendario y alcanza los tiempos de la República, que engarzan con los de la guerra y la posguerra. Corre ello por cuenta de las vicisitudes del padre de Gabriel.



Aunque no se trata de un añadido narrativo porque tales peripecias determinaron el modo de ser del hijo (“invención dócil de mi padre”, confiesa) y su marcha a América abandonando su genuina vocación musical, tampoco podemos evitar una sospecha: Muñoz Molina ha forzado una anécdota no imprescindible para hablar de un motivo necesario no tanto para la novela como para remachar una preocupación, una obsesión, suya.

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Por medio del padre de Gabriel se rescata algo muy querido por el autor: la época promisoria de la Edad de Plata y el derrumbe de aquellas ilusiones de civilización y cultura a manos de los golpistas que dictaron su ley tras la guerra. El padre escuchó en Barcelona a Alban Berg, frecuentó la Residencia de Estudiantes y se relacionó con García Lorca, Ravel, Falla o Buñuel. Por conservador, católico y monárquico, sufrió la insania vengativa de los republicanos. Al ganar los teóricamente suyos, le aterró el matadero industrial que montaron los vencedores con la bendición eclesiástica.



Aflora en la novela así una dimensión didáctica y pedagógica, a mi parecer demasiado explícita aunque la justifique una escritura de inspiración cívica y ética. En cualquier caso, aunque esta versión narrativa de las dos Españas machadianas peque de cierto esquematismo, encontramos un convincente contraste entre el posible país que miraba a la civilización y la modernidad y el rancio del “grosero adoctrinamiento cuartelario y católico”.

El latido punzante del tiempo afecta de manera determinante a No te veré morir y la forma de la novela responde a tal exigencia. La narración se abre con una especie de melopea verbal a cargo de un narrador externo quien, dominando la historia completa, suelta un fluir torrencial y encabalgado que va y viene por el ayer y el hoy dejando un reguero de noticias dispersas y a propósito confusas.

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Este amplio delantal tiene un aspecto externo vanguardista: la sintaxis ignora el signo ortográfico de punto, el discurso se fractura en secuencias que responden a un ritmo mental y se fragmenta como si un apremio o la necesidad de darse un respiro le urgieran al narrador plenipotenciario. Las otras tres partes discurren por cauces más consabidos, pero en ellas el acicate de las vivencias sujetas a los dictados del calendario también forman una telaraña anecdótica que requiere la participación activa, si bien no dificultosa, del lector.



Esta vigilancia formal le da categoría artística y literaria a la nueva incursión del autor en la madeja en la que se enlazan destinos individuales y colectivos. Los últimos libros de Muñoz Molina hacen temer cierta fatiga fabuladora, desplazada la invención por la crónica ensayística. Con No te veré morir vuelve el narrador poderoso que echa luz sobre los entresijos morales de nuestra sociedad.