La lectura de autores poseedores de una vasta cultura recuerda la larga historia de la literatura y los cambios habidos en su poética. Pensemos en el recorrido que comenzó en las obras transmitidas oralmente por los juglares, después en las escritas en los conventos por monjes, y dejando pasar la historia, llegamos al Romanticismo, cuando los textos artísticos comienzan a ser redactados por profesionales. Entonces, el capitalismo y la revolución industrial se llevaron por delante la literatura de aficionado.
Edgar Allan Poe (1809-1849) es quizás la figura que mejor representa ese cambio. Culto y leído, jamás se acobardaba ante un debate. Sus saberes emanabann de los conocimientos que configuran el pensamiento progresista humano, nacido en la revolución francesa y consagrado por la Ilustración, gentes que con el tiempo llamaremos intelectuales, y cuyas obras e ideas, tachados de liberales, son la diana preferida del movimiento anti-woke, que rechaza el progreso y el pensamiento crítico.
En este tercer volumen de la obra ensayística de Poe podemos encontrar, como en los dos anteriores, las bases de un pensamiento crítico moderno. La parte principal del libro (pp. 11-155) ofrece uno de los repertorios críticos más interesantes de la literatura norteamericana, con los sangrientos comentarios hechos por Poe a la poesía de Henry Wadsworth Longfellow (1807-1882).
Curiosamente, el poeta nunca respondió a las acusaciones de plagio o a los comentarios a sus poemas, donde se indicaban lunares varios. Por aquel entonces, antes de que ocurriera lo que Ortega y Gasset llamó la rebelión de las masas, era posible que dos mentes cultivadas se batieran intelectualmente, porque sus ideas venían del conocimiento y de la educación.
Poe no emitía sus críticas porque sintiera desdén hacia Longfellow, por ejemplo, sino que argumentaba desde su propia teoría de la poesía. Su tira y afloja durante casi una década con la obra de Longfellow iba dirigida a defender la autonomía del texto literario, lírico. Longfellow asentaba su poesía y su obra en general en una visión del arte más científica, mientras que Poe definía la poesía como “la creación rítmica de la belleza” (p. 36).
Poe argumentaba sus críticas desde su propia teoría de la poesía, dirigida a defender la autonomía del texto literario
Además, la obra de arte “debe contener en sí misma todo lo que resulte necesario para su comprensión” (p. 38). Pura poética del mejor Romanticismo. Otro excelente artículo es el dedicado a Augustus Baldwin Longstreet, un escritor meridional que le permite explayarse sobre el folclore sureño.
Pero Poe nunca deja de ser Poe. Cada artículo abre infinidad de temas mientras asistimos a un perpetuo choque de ideas. El artículo dedicado a James Russell Lowell, a quien considera el mejor poeta que ha producido el país, señala su ferviente posición a favor de la abolición de la esclavitud, que le impide apreciar a cualquier escritor antiabolicionista, con lo que abre el debate sobre si las ideas políticas deben afectar a su estimación.
[Y Edgar Allan Poe creó a Auguste Dupin]
Además, Poe entendía bien la importancia de lo que hoy llamamos mercadotecnia, pues sabía que hay autores que levantan intensas emociones hablando al “oído de esa gran, desmesurada gaviota que es la chusma” (p. 290). Así, revisa la obra de autoras como L. H. Sigourney, H. F. Gould, y la traductora E. F. Ellet, nobles talentos pero aprisionados por grilletes varios, aunque Gould colorea con su fantasía ideas corrientes, lo que la hace preferida del público. Ellet traduce impecablemente a Quevedo, su poema “Roma en ruinas”, y Poe, con su arrogancia de nacionalista americano, afirma que el poema es un plagio y una estupidez (p. 309).
Este tercer tomo redondea la crítica ofrecida en los primeros, que contienen artículos magníficos de grandes autores británicos como Charles Dickens y Daniel Defoe, complementados con piezas excelentes dedicadas a los americanos Washington Irving, autor muy vinculado con España, y a Nathaniel Hawthorne. Todo ello, coronado con una pieza ya canónica del segundo tomo, La escena literaria y social, dedicada a bosquejar un panorama de la literatura norteamericana. La contribución de los traductores, Antonio Rivero Taravillo del primer tomo y Antonio Jiménez Maroto de los restantes, merece ser destacada por su excelencia.