Nos llega, por fin, El Detective Salvaje (2018), la penúltima novela del gran Jonathan Lethem (Nueva York, 1964), uno de esos autores a los que siempre apetece leer, al menos desde que nos deslumbrara con la exquisita Huérfanos de Brooklyn (1999) y al poco con la ambiciosa La fortaleza de la soledad (2003), y más tarde con Los jardines de la disidencia (2013), novelas estas definitorias de una especial forma de captar el latido del devenir reciente de su país (Estados Unidos, claro), a través primero del juego con los géneros (literarios, se entiende), y del juego también con las culturas populares (en contraposición con las culturas dominantes).
Lethem toma siempre como tapiz de sus historias importantes momentos de cambios socioeconómicos (e, interesante esto, enfrenta las vidas de los barrios populares con las de los barrios pudientes), más con el ojo puesto en las vidas cotidianas de personajes anónimos que en las de grandes personajes históricos, capaz a su vez de aunar largas sagas generacionales con pequeñas aventuras intimistas, logrando, para colmo, con esta nueva entrega, una extraña amalgama de todo lo anterior, como si hubiera querido destilar en El Detective Salvaje toda una poética, construida paso a paso, a lo largo del tiempo, en el que vendría a ser uno de sus textos más brillantes en años.
Estamos, con todo, ante una novela menor dentro de la producción de Lethem. Y digo menor en tono mayor, esto es, celebratorio, como también considero menor su maravillosa (y muy reivindicable) Todavía no me quieres (2007), con la que El Detective Salvaje, aunque no lo parezca, comparte algún que otro paralelismo, al menos en lo que a intencionalidades se refiere. En ambas Lethem se deja de grandes angulares. Aquí y ahora tan solo la América pseudoapocalíptica de Donald Trump se otea en el horizonte, en una decisión quizás un tanto caricaturesca, de lo poco criticable de la novela.
A cambio, al igual que ocurría con Todavía no me quieres, el autor se centra en crear un personaje femenino inolvidable, Phoebe Siegler, suerte de Bridget Jones neoyorquina fuera del agua (la acción de la novela transcurre, en buena parte, en el desierto de Mojave), tan ácida en sus pensamientos como frágil en sus acciones, tan perdida en sus comportamientos como determinada en conseguir aquello que desea, a la que sumerge en una trama weirdnoir-pop (todo junto, sí, sucesivamente) de jóvenes desaparecidos, violentos motoristas y hippies trasnochados, más algunos perros.
Y, en efecto, El Detective Salvaje daría para una efervescente sesión doble de lectura de compartirla con la célebre Vicio propio (2009), de Thomas Pynchon, que parece aquí hacer las veces de padre putativo. Menos psicodélica (si acaso) la de Lethem, más accesible en prosa y trama, especialmente cierto esto si atendemos a la premisa tan tontorrona sobre la que se levanta: la búsqueda de una persona durante la primera parte de la novela más la búsqueda de otra persona (precisamente de la de uno de los buscadores de la primera y hasta aquí podemos leer...) durante la segunda.
Divertida, ágil y eficaz, 'El dective salvaje' es una pequeña gran fiesta de la literatua popular
Así, si la cosa funciona, es desde luego gracias a un uso inteligentísimo de la elipsis (excesiva, por tramposa, a veces) y a un inteligentísimo abuso de clichés in reverse (o no tanto), pues, contra todo pronóstico, es a Charles Heist, al "detective salvaje", prototipo de hombretón velludo, callado y misterioso, a quien terminan seduciendo. Junto, cómo no, a sus lectores. Divertida y ágil, eficaz y absorbente, a su manera clarividente, El Detective Salvaje es, por encima de todo, y a pesar de sus posibles disfunciones, una pequeña gran fiesta de la literatura popular, perpetrada además por uno de los escritores norteamericanos más sólidos, frescos y comprometidos (con su propuesta) del momento.