En las décadas transcurridas desde la novela Ellos, una crítica mordaz a la estructura de clases que culmina con los disturbios raciales de Detroit, galardonada con el Premio Nacional del Libro, Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) ha tratado los temas de la raza, la violencia y la condición socioeconómica con éxito intermitente. Sus influyentes ensayos sobre Mike Tyson son conmovedores y mezclan elementos diferentes; El sacrificio, una novela de 2015 inspirada en el caso de Tawana Brawley, quedó empañada por su falta de empatía y por cosas peores.



Noche. Sueño. Muerte. Las estrellas, la última entrega de su desigual examen de la identidad cultural en Estados Unidos, llegó justo en el momento en que las protestas por la muerte de George Floyd estallaron en las ciudades de todo el país.



La novela empieza cuando John Earle McLaren –Whitey para todos los que lo conocen– se detiene en la autopista al ver a una pareja de policías dando una paliza a un hombre “de piel oscura”. Whitey, de 67 años, es un marido acaudalado padre de cinco hijos adultos, exalcalde de la histórica ciudad de Hammond, en el estado de Nueva York, y blanco. El hombre al que están atacando es un indio al que, al parecer, los agentes habían detenido porque lo tomaron por negro.



Noche. Sueño. Muerte. Las estrellas

Joyce Carol Oates



Traducción de Núria Molines.

Alfaguara, 2023. 800 páginas. 24,90€

Whitey interviene por “obligación moral”, un impulso virtuoso por el que acaba electrocutado por una pistola taser. Sufre una apoplejía y acaba muriendo. La pérdida es trágica e inmensa, y deja a la familia a la deriva. Lo que sigue son alrededor de 700 páginas en las que los McLaren lloran la pérdida, se enfurecen, y delatan en diversos grados sus predilecciones racistas y elitistas.



Por ejemplo, las hijas mayores, Beverly y Lorene, se pelean por quién de ellas es la heredera legítima de un abrigo de visón que Whitey había regalado a su madre, Jessalyn, una prenda de 15.000 dólares de la que ahora la viuda quiere deshacerse. Beverly, una madre de un barrio residencial cada vez más mezquina, furibunda y malhablada, ha ahorrado al abrigo la indignidad de ser donado. Lorene, una directora de instituto manipuladora, vengativa y autodestructiva, está indignada porque su hermana lo haya pedido primero.



Cuando Jessalyn empieza una relación, a las dos les horroriza el novio de su madre. Hugo Martínez, al que siempre llaman Ramírez, es un elegante caballero nacido en Newark y un poeta fotógrafo consumado. Esto es lo que dice Lorene: “¿Cómo habrá conocido mamá a un cubano? Nuestras criadas eran filipinas, y los jardineros que cuidan el césped son mexicanos, creo”. Las hermanas están seguras de que el novio va detrás de la pasta de los McLaren.



Igual que el hermano mayor. Desde la muerte de su padre, Thom –“tío Thom” para sus sobrinas– también se ha obsesionado con hacer rendir cuentas a los policías que lo agredieron, bien a través del sistema legal, bien por su propia mano. Es un hombre oscuro y triunfador, dado a las amenazas y el soborno, y un gran misógino paternalista. Acecha e intimida a la persona a la que su padre se detuvo a ayudar. Despide y coacciona a una mujer de la que Whitey había sido mentor. Cuando toma un camino especialmente ruin y presiona a Hugo para que deje a Jessalyn, este responde con una elegancia inteligente y oportuna. Horrorizado, Thom menosprecia su juego calificándolo de “una especie de nobleza campesina mexicana, como... ¿quién era? ¿Zapata?”.



Los otros dos hijos de McLaren son algo más matizados, pero igualmente defectuosos. Virgil, un artista caprichoso, al principio se mantiene a flote por la atracción por un compañero masculino, y luego se hunde cuando sus proposiciones son rechazadas. Sophia, una prometedora investigadora, deja de experimentar con animales como reacción a la muerte de Whitey. En una de las escenas más angustiosas de la novela, es detenida por conducción temeraria. El policía es malvado hasta la caricatura, la intimida y la humilla, pero el encuentro también deja el descubierto el corazón podrido de la mujer. “Al menos”, piensa, “tengo la piel blanca”.

Joyce Carol Oates da lo mejor de sí -y no nos engañemos, lo mejor de sí puede ser fascinante y desgarrador- cuando se pone en la piel de su protagonista

Oates da lo mejor de sí –y no nos engañemos, lo mejor de sí puede ser fascinante y desgarrador– cuando se pone en la piel de Jessalyn. La viudez asedia a la mujer, y “en el asedio lo ha perdido todo”. Camina dormida, habla sola y teme que suene el teléfono, porque quien llama, “tenga la voz que tenga, no será la voz”. Tira el licor de alta graduación de Whitey, pero esconde sus propias pastillas. Jessalyn está buscando constantemente: las llaves, el monedero, la parcela de su marido en el cementerio o cualquier cosa que llene el vacío del tamaño de Whitey en su vida: un vagabundo, un gato callejero, un poeta fotógrafo amable e inteligente.



Jessalyn también tiene capacidad de adaptación, pero como cualquiera destrozado por una pérdida puede atestiguar, y Oates deja dolorosamente claro, esa capacidad es más una carga que una suerte. “En el colmo de su infelicidad”, afirma la autora, “seguía estando cuerda. ¿Era ese su castigo, una cordura irrevocable e implacable?”. Un momento revelador en una novela inquietante.



Por diversas razones –su considerable extensión, o lo que la propia autora ha denominado su “deprimente prolificidad”, o, más injustamente, la casualidad de haber sido publicado en la época de la covid–, puede que los lectores se resistan a este libro. Y, sin embargo, está en perfecta sintonía con el momento. La enfermedad que corre por la sangre de los McLaren lleva siglos asolando este país, y hemos sido lamentablemente incapaces de frenar su propagación, por no hablar de encontrarle cura. Ha provocado el asesinato intolerable de Floyd, Ahmaud Arbery e innumerables otros, y explica por qué el coronavirus se cobró una cantidad desproporcionada de vidas de negros e hispanos.



“Las víctimas eran casi exclusivamente personas de color, los ciudadanos de piel blanca rara vez eran el objetivo, y no podían imaginar por qué tanto alboroto”, dice Oates. Una denuncia acertada y vergonzosa. Y demasiado indulgente. El problema no es la incapacidad de imaginar, sino la negativa sistémica. Es una incapacidad deliberada, y si toleramos sus múltiples manifestaciones –la apatía, el privilegio, la ignorancia– somos tan cómplices como los McLaren. Sin un cambio radical no habrá justicia ni paz.