Periodista de The New Yorker desde hace casi 20 años, antes de convertirse en un aclamado autor de libros como No digas nada, donde narraba los 50 años de historia del conflicto de Irlanda del Norte; o El imperio del dolor, sobre la familia Sackler, la dinastía de la industria farmacéutica señalada por el OxyContin, Patrick Radden Keefe había cosechado algunos curiosos logros gracias a sus reportajes de investigación.
En 2014, acababa de publicar un artículo sobre el Chapo Guzmán titulado The Hunt for El Chapo (A la caza del Chapo), cuando el abogado del narco le llamó por teléfono. "Hemos leído su artículo –comparte que le dijo el letrado en pocas palabras-. Es -pausa dramática- muy interesante".
Para entonces llevaba más de ocho años trabajando en la revista. “Yo siempre he sabido lo que quería hacer con mi vida –cuenta desde su despacho en Nueva York durante su conversación online ante los medios españoles -. Cuando tenía 15 años en el instituto leí algunos de los reportajes de The New Yorker y me pareció que el formato de esos artículos era apasionante, muy distinto a lo que había leído hasta entonces"
"Las noticias eran historias reales, pero era como si estuviera leyendo el relato de un novelista. Así que desde muy joven ya supe que esa era la escritura que me interesaba, aunque tardé muchos años en lograrlo”, dice mientras señala sobre su cabeza, enmarcada en la pared, la carta de rechazo que recibió siete años antes de empezar a trabajar en la revista en 2006. Siete años, comparte, en los que no hizo otra cosa que insistir.
Desde entonces, a Keefe le avala una obra rigurosa y literaria. La razón por la que el secuaz del narcotraficante mexicano se había puesto en contacto era, sin embargo, otra distinta: Guzmán se estaba planteando escribir sus memorias y había pensado en él. El periodista declinó cortésmente la propuesta y aquella anécdota, que se volvió una historia para impresionar a sus comensales durante alguna cena, le sirve hoy de prefacio para ponerle la miel en los labios al lector de Maleantes (Reservoir Books), donde despliega un universo de historias reales protagonizadas, como reza el subtítulo, por estafadores, asesinos, rebeldes e impostores.
"Estas historias -cuenta- se escribieron a lo largo de más de una década y reflejan algunas de mis constantes preocupaciones: la delincuencia y la corrupción, los secretos y las mentiras, la membrana permeable que separa los mundos lícitos e ilícitos, los lazos familiares, el poder de la negación".
El rigor, la documentación y la capacidad de esbozar perfiles psicológicos que sedujeron a la crítica y lectores de sus anteriores trabajos también se perciben en estos doce reportajes de investigación, donde el periodista entabla diálogo con muchos de sus protagonistas. “Quería que mi libro se leyera como un libro de relatos. A grandes rasgos son esos personajes que tienen un cierto carisma y que intentan a veces doblegar el mundo para cumplir sus propios deseos, lo que a veces supone saltarse la ley. Algunos hablaron conmigo y otros no”, avanza.
Vivir en la mentira
Su artículo, Una escopeta cargada, que se incluye en este volumen, le granjeó en 2014 el National Magazine Award. Escrito en 2013, en él recordaba el tiroteo masivo que, una mañana de febrero de 2010, perpetró la neurobióloga Amy Bishop contra sus colegas de profesión en la Universidad de Alabama. En menos de un minuto, aquella mujer, que había visto rechazada su candidatura a profesora titular un año antes, vació el cargador de su pistola contra seis de sus antiguos compañeros, cobrándose la vida de tres de ellos, hasta que, por suerte, el arma se encasquilló.
Gran triunfadora desde su infancia, violinista consumada en su juventud y doctorada en Harvard, había completado un trabajo posdoctoral en la Escuela de Salud Pública de aquella universidad y su matrimonio, del que tuvo varios hijos, parecía estable. “Al ser detenida la policía de Massachusetts llamó a la de Alabama y les contó que en la década de los 80, cuando aún era joven, Bishop disparó y mató a su hermano -cuenta el periodista-. Tan solo había un testigo. Judith Bishop tenía dos hijos y un día entró en su cocina y vio como una disparaba al otro. ¿Qué contó? Que lo había visto todo y que había sido un accidente”.
Fue entonces, cuenta Keefe, cuando su editor le explicó que aquella historia no iba sobre el tiroteo masivo de 2019, sino sobre una madre que había sido testigo de aquel asesinato en los años 80 y decidió mentir. “Amy Bishop no fue investigada, no fue vista por un psicólogo, no había nada en su expediente y, años después, explotó”.
Honesto y escrupuloso, el periodista, que conversó en varias ocasiones con la neurobióloga por teléfono desde la cárcel, comparte que él siempre va con la verdad por delante. “Intento ser muy franco desde el primer momento. En muchos casos, creo que la gente al final acaba sintiendo que yo no soy su defensor”. Con los Bishop, recuerda, mostró a menudo su empatía.
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“Ellos estaban en una fase de negación, se habían construido un mundo y una verdad con la que podían vivir. En el reportaje tenía que ir revelando la forma en que ellos se habían contado esa mentira. Cuando terminé me dijeron que pasara lo que pasara mañana estarían contentos de haber podido contar su historia. Al día siguiente se publicó la noticia. No me han vuelto a hablar. Esto a mí me duele, pero creo que no cambiaría nada. Mi lealtad es con la verdad”.
De algún modo, los Bishop formaban parte de ese prestigioso club del que también podían formar la dinastía de los Sackler. “Me interesan los motivos por los que la gente actúa mal y también las historias que se cuentan a ellos mismos y a los demás -reflexiona el autor-. Uno de los grandes temas a los que siempre regreso es el autoengaño. ¿Qué historia te cuentas a ti mismo sobre la persona que eres? Es la historia de personas que cometen atrocidades, pero se mienten a ellos mismos. Los Sackler, por ejemplo, se decían a sí mismo que ellos lo único que hacía eran vender fármacos que ayudaban a la gente con dolores, unos fármacos que además habían sido aprobados. Pero, mientras tanto, la gente iba muriendo y ellos hacían todo por no verlo. Como personajes encajarían a la perfección en este libro”.
Empatizar con la crueldad
Y es que en Maleantes coinciden también otras historias reales tan dispares como la de un inmoral y fascinante falsificador de vinos o de una abogada especialista en salvar a condenados a la pena capital. Esta última, comparte, le resultó especialmente complicada de escribir. “Judy Clarke se dedica a lo peor de lo peor -revela-. A salvar terroristas, asesinos en serie, de niños… Lo hace porque está convencida de que la pena capital es un error y no debería existir. Escribí un reportaje sobre ella cuando representó al terrorista de la maratón de Boston. Y durante cinco semanas la observé en el juicio. En ese momento no había perdido nunca. Yo nací en Boston y una de las familias que se vio más afectada por la matanza era del barrio donde yo había crecido. No los conocía personalmente, pero mi tío y mis primos sí. Tuve pesadillas durante semanas por las cosas que escuché a las víctimas, pero al mismo tiempo me dio la sensación de que la única forma honesta de contar esa historia era escuchar de verdad a las víctimas, no desviar la mirada”.
Desde los entresijos que se esconden detrás de la captura del Chapo hasta los juicios mediáticos de Astrid Holleeder contra su propio hermano, Willdem Holleeder, 'el criminal más famoso de Holanda' y uno de los autores del secuestro que sufrió el dueño de Heineken en los 80, el escritor disecciona a sus maleantes desde una perspectiva veraz y humana.
“Yo siempre he sentido empatía por ellos. Hay gente que critica mi obra, al menos mi libro sobre el IRA, porque humanizo demasiado a los malos de la película. La abogada Clarke dice que nadie nace siendo malo, que la vida los vuelve así. La pregunta interesante es cómo ocurre ese proceso. Además, ellos no se ven malvados a sí mismos”.
En ese sentido, añade, una de las lecciones que aprendió como guionista de Hollywood, donde trabajó durante algún tiempo para ganarse la vida, fue que los villanos nunca creen que lo son. “La película que ellos ven es otra -señala-. Suelen pensar que son héroes. Y yo intento entender cómo se ven ellos a sí mismos. No estoy diciendo que no les juzgue o que les justifique. Pero sí que hay una especie de vanidad moral muy reconfortante cuando pensamos que nunca haríamos esas cosas”. Por otro lado, indica, es importante narrar también los parecidos, los rasgos comunes que nos hacen personas.
“Hay un momento muy emotivo cuando entrevisté a la hija del llamado 'príncipe de Marbella' (uno de los mayores traficantes de armas del mundo)", recuerda. A su padre lo iban a juzgar en Nueva York y a ella no le dejaban verlo. Haiffa al-Kassar le contó que algunas tardes, a la misma hora, se acercaba a la cárcel de Manhattan donde estaba preso.
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“Él encendía y apagaba las luces a fin de que ella supiera a qué ventana mirar -cuenta en su libro-. Luego se asomaba lo suficiente para vislumbrar a su hija, que le lanzaba un beso desde la acera”. Hoy, añade el periodista, “creo que Monzer al-Kassar es una persona horrible, responsable de grandes delitos, pero me parece muy conmovedora esta historia y creo que es importante contarla”.
El pasado de Trump
Keefe sonríe, por su parte, cuando le preguntan por Donald Trump, para quien también hay espacio en este libro bajo el epígrafe de Maleantes. Aunque sea, apunta, indirectamente. “Cuando se presentó a la presidencia, hubo muchas personas que escribían sobre él constantemente. Había una obsesión por él. Como periodista tenía su aquel. Había momentos en los que pensaba que la prensa le estaba dando el oxígeno que él necesitaba, así que quise comentar sobre su persona desde un ángulo distinto", explica.
"La historia que cuento en esta antología es sobre Mark Burnett, un productor inglés de realities. Era un inmigrante sin papeles que había tenido una trayectoria fascinante. Trabajó como canguro, vendió camisetas y acabó trabajando en televisión. El primer éxito que tuvo fue un programa llamado Supervivientes. Después se le ocurrió la idea de hacer un Supervivientes del mundo empresarial, El aprendiz, y eligió a Donald Trump para que fuera la estrella del programa", detalla el periodista.
"Esa historia nos cuenta cómo se creó Donald Trump. Entonces no era muy conocido en Estados Unidos. En Nueva York sí, la gente siempre se reía de él porque había quebrado su empresa varias veces, salía en cameos: era un perdedor. Burnett le dio el papel de un personaje inventado, del gran empresario que aparece en limusinas y es un genio en las finanzas. Su programa acabó teniendo un éxito rotundo”, conluye socarrón.
La cara y la cruz del periodismo
Reconocido por sus reportajes de investigación, en 2019 obtuvo el National Book Critics por No digas nada, se muestra crítico con la profesión. “Hay una tendencia a la que personalmente tengo alergia en el periodismo, sobre todo en Estados Unidos, que es a hablar de lo que hacen ellos en términos muy heroicos. Yo creo que este trabajo es importante, hay una cierta premura moral, ahora bien, tampoco quisiera exagerar los sacrificios que me ha tocado hacer. Yo lo hago porque a mí me encanta. No se lo digáis a mis jefes, pero lo haría gratis”, bromea.
En cuanto a sus intereses, y aunque reconoce que aún anda en busca de una nueva buena historia, tercia que su debilidad siguen siendo las historias reales de la actualidad. “Hay una época que me interesa mucho que tiene que ver con el 'príncipe de Marbella', los primeros tiempos de la Guerra Fría, de la década de los 50 hasta finales de los 70, cuando la lucha entre Occidente y el bloque comunista era tan profunda que justificó una serie de atrocidades. La psicología de esa etapa también tiene que ver con el autoengaño. Es parecido a mi libro No digas nada, en realidad, en el que la gente consideraba que tenía una causa justa. Pero el problema es que todo acaba por convertirse en grotesco y pierdes el lazo con las víctimas".
Para el periodista sus reportajes tienen la longitud perfecta: 45 minutos de lectura. Durante meses, entrevista a decenas de personas, recopila información, digiere miles de documentos. “Si pensamos en la demanda, en las ganas del público, siempre va a haber ese deseo de leer reportajes largos”, confía, aunque reconoce tener una posición de privilegio.
“Yo escribo pocos artículos al año. A veces uno al año. Estoy terminando ahora mismo uno en el que llevo trabajando desde hace un año. En gran parte de los medios esto ya no es así. Lo que me preocupa es un futuro en el que la gente quiera leer este tipo de obras, pero no quiera dedicar dinero porque lo que quieren es leer gratis. Así que habrá historias largas, pero ya no tendrán el mismo valor nutricional. La parte periodística es importante. Yo seguiré bailando hasta que corten la música”.