La literatura ha tratado desde siempre el vínculo paternofilial. Quizá todo comenzó cuando el aedo hizo partir a Telémaco en busca de su padre al principio de la Odisea. Entendido desde los nexos de consanguinidad, el clásico atribuido a Homero no es solo una deslumbrante historia de aventuras, sino también (o principalmente), un relato sobre el padre ausente y sobre lo que sucede cuando el hijo explora el modo de hacerlo regresar.
Sobre las relaciones entre padres e hijos se han escrito ensayos muy ilustrativos. Recalcati (al que se cita en el libro objeto de esta reseña) y Zoja, por ejemplo, mezclan en los suyos componentes antropológicos, filosóficos y psicológicos que ayudan a entender la complejidad de una realidad que nos concierne a todos. Ya en el ámbito literario, Andrés Neuman dio a la luz la magnífica Umbilical en 2022, y ahora Alejandro Zambra publica Literatura infantil, otro trabajo memorable.
Tras una dedicatoria feliz y hermosísima, el texto se inicia con una serie de reflexiones sobre la paternidad, compuestas con el deseo de que, en el futuro, lleguen al hijo, su verdadero destinatario. Es en esas primeras páginas de gozo y asombro ante el nacimiento y el desarrollo de Silvestre donde el texto se acerca más a la novela de Neuman, aunque en ellas ya se vislumbra que el asunto de la paternidad, observado desde los ángulos de la nueva masculinidad, es un viaje de ida y vuelta, capaz de transportar a un hombre a su infancia y de hacerlo meditar sobre su propio padre y sobre él como hijo.
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En la obra, Zambra rastrea cualquier indicio sobre esa figura, partiendo para ello de la imagen del progenitor tardío que disfruta su nuevo estado desde una altura vital jubilosa y, sobre todo, consciente.
En la segunda parte de esta creación inclasificable, Zambra introduce una serie de relatos (él los denomina ensayos), de claro contenido autobiográfico, en los que cuenta situaciones de infancia y adolescencia. En esas historias testimoniales, el narrador rememora el hijo que fue, la relación con algún amigo de verdad, su interés por las casas ajenas, por los padres de los otros y por las relaciones familiares.
Aparecen allí, escenificadas, algunas situaciones que, a su vez, reflejan los sentimientos que provocaron en el personaje. Pero si en las primeras encontramos reproches implícitos hacia un padre ausentado o hacia su autoritarismo, al avanzar los relatos este inteligente autor va mostrando otras facetas de aquella realidad que revelan el carácter caprichoso del recuerdo.
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De ahí a recuperar –en primer lugar– y a redimir –después– a la figura paterna, solo hay un paso que Zambra da con pasmosa naturalidad. El autor muestra, entonces, que la paternidad no solo es presente y futuro, sino también pasado, y esa certeza le permite repensar unas relaciones adulteradas por la memoria, aunque el vértice propiciatorio de la epifanía sigue siendo el niño Silvestre.
Porque Zambra ha escrito una carta al hijo, sí, pero también al padre y, sobre todo, un libro precioso, armado desde la ternura y la generosidad, con humor y en estado de gracia.