Frank Sinatra pesó al nacer, en 1915, seis kilos. Semejante volumen corporal hizo del parto un viacrucis. El médico hubo de emplear fórceps. Nervioso por la envergadura del desafío, su pericia se resintió, así que la dicharachera Dolly Garavente estuvo a punto de morir durante la intervención y su neonato sufrió la perforación de un tímpano y varias cicatrices vitalicias en la cara y el cuello.
Sinatra llegó al mundo marcado. No iba a ser pues uno más entre los millones de italoamericanos que, a principios de siglo XX, se debatían en los Estados Unidos entre permanecer fieles a las conservadoras tradiciones de su tierra original o asimilar la modernidad de la tierra de promisión en la que habían recalado en masa; un dilema, por cierto, magistralmente reflejado por Gay Talese en su monumental novela Los hijos.
Al salir del claustro materno, Sinatra no respiraba. El doctor estaba bloqueado por la sangría. Tuvo que terciar la abuela materna, que lo puso bajo el grifo del fregadero. El pequeño comenzó a aullar. No fue un sonido afinado pero ya dio cuenta de los pulmones con los que venía pertrechado, cruciales luego para sostener su característico fraseo. Dolly, alegre tabernera y eficaz conseguidora de votos para el Partido Demócrata, y su marido, Antonino Martino Sinatra, boxeador de tres al cuarto que disimulaba su identidad siciliana con un sobrenombre irlandés, decidieron no volver a procrear. Su vástago se criaría así como hijo único en Hoboken (Nueva Jersey), una ciudad rebosante de familias numerosas surgidas de la migración desde Europa.
La soledad fue por tanto una fiel compañera desde el comienzo de sus días. De adulto, se agravaría por sus múltiples descalabros sentimentales. En el escenario, en cambio, sí la buscó con intención, movido por el afán de brillar como solista, que le llevó a desmarcarse de las orquestas que lo auparon, como las de Harry James y Tommy Dorsey. La amistad fue el paliativo al ensimismamiento forzoso. Con los periodistas se las tuvo tiesas, llegó incluso a las manos con alguno, pero en este gremio encontró fieles compañeros con los que sobrellevar las noches, ineluctable purgatorio para un insomne sin remedio como él.
Sintonizaba mejor con los de Nueva York que con los de California. Los consideraba menos cotillas. Siempre había alguno en los bares de Manhattan donde se camuflaba entre su círculo de confianza. Aficionado a la lectura, gustaba de plantear debates literarios mientras ajaba su timbre baritonal con una inmoderada combinación de Camels sin filtro y Jack Daniel's. Una de las dialécticas recurrentes que entablaban, ya con las corbatas desanudadas, era si Hemingway era más grande que Fitzgerald o lo contrario. Pete Hamill, leyenda del reporterismo neoyorquino, andaba a veces por allí, en locales acogedoramente amaderados como el Clarke's. A él le encargó Sinatra que escribiera su biografía. El columnista declinó en primera instancia. No sentía que fuese el momento. Se arrancó, no obstante, en 1998, cuando Sinatra murió y Hamill lamentó la ligereza tópica y apresurada de los obituarios.
[Sinatra contra España: crónica contra España]
En Por qué importa Sinatra reivindica la relevancia de La Voz en la historia de los Estados Unidos; cómo su canto se imbricó entre los bandazos socioeconómicos de un país germinal, que se enfangó en dos guerras mundiales, que prohibió por prescripción puritana el alcohol dando origen a la mafia (su encuentro con Lucky Luciano en La Habana fue un estigma imperecedero en su imagen pública), se despeñó en el 29 y cobró nuevo impulso tras derrotar a los nazis en el 1945, año que dio el pistoletazo de salida al baby boom.
Sinatra, cuya querencia por el canto tuvo en Bing Crosby su principal espaldarazo, acompañó a sus compatriotas en todos estos trances. Las mujeres veían reflejada su angustia en las canciones que exhalaban las radios de sus cocinas mientras sus novios y maridos batallaban en Anzio o las Ardenas. Los hombres, en cambio, le dieron la espalda por no participar en el despliegue militar, como sí hicieron estrellas de la talla de Clark Gable o James Stewart. Era injusto porque Sinatra intentó alistarse dos veces pero lo devolvieron a corrales por las limitaciones del tímpano.
Pero el público varonil también terminó por claudicar a su charme. A través del micrófono, su instrumento, expresaba el dolor de las cicatrices del alma, más hirientes que las de la cara. Desastres como el de su turbulenta relación con Ava Gardner (I’m a Fool to Want You le entristecía siempre por recordarle a la voluptuosa actriz) le hizo parecer un tipo desvalido en manos de una arpía. Aquel affaire volcánico cambió las tornas, porque las mujeres que lo habían idolatrado durante la guerra, ya convertidas en señoras, no le perdonaron la humillación infligida a Nancy, la esposa que le dio tres hijos.
Aparte de sus emblemáticas canciones (My Way, Strangers in the Night...), hoy revueltas en decenas de compilaciones, Sinatra también dejó alguna memorable aparición fílmica, como el papel de Angelo Maggio en De aquí a la eternidad (1953), un secundario que consiguió gracias a la propia Gardner. Dicen que ayudó asimismo la presión ejercida sobre el productor por sus compinches camorristas: la famosa cabeza del caballo de El padrino recrea lo que no es más que una habladuría para Hamill. Otros grandes filmes en su trayectoria son Un día en Nueva York (con Gene Kelly), El hombre del brazo de oro, Ellos y ellas... Aunque hay muchos títulos en los que, sin embargo, parecía actuar como si hubiera dejado el coche aparcado en doble fila.
Como con las mujeres, Sinatra también dio bruscos bandazos en política. Defendió a Roosevelt y el New Deal. Apoyó con conciertos a Kennedy, compañero de correrías golfas. Eran los tiempos en que Sinatra lideraba el célebre Rat Pack, grupo en el que también estaban su compadre Dean Martin y Peter Lawford, cuñado del propio JFK. Avanzados los 60, en medio de tanta revuelta contracultural, viró a la derecha. Con Reagan tenía química. Nixon, en cambio, lo decepcionó cuando supo de su vena italófoba.
Para el mito no fue fácil envejecer pero encajó los años con deportividad. Renunció a entender a las mujeres y al mundo. Se quitó así un peso de encima. “Sus imperfecciones fueron desoncertantes. Sus crueldades, imperdonables. Pero fue un artista genuino, y su obra perdurará mientras los hombres y las mujeres sean capaces de escuchar, de ponderar y de sentir. Al final, eso es lo que verdaderamente importa”, concluye Hamill.