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El fanático hizo seña al bus de que parase. Era inútil, porque el conductor iba a frenar de todas maneras, pero le hacía sentirse dominador. Subieron. Su hijo era corpulento y le enorgullecía tenerlo al lado, con el chándal del equipo. Dentro vio gente con bufandas moradas y blancas. La calurosa sensación de la cofradía. El ambiente era agridulce. Había alegría por haber ganado al eterno rival el domingo pasado y tristeza por quedar eliminados de la Champions. Como de costumbre, los apeaba de semifinales un equipo alemán.
–Nuestra bestia negra. Puto Bayern.
–Fue el partido del Camp Nou. Nos agotó.
–Y Sergio Ramos…, pésimo penal.
–La gente sigue hablando del penalti –dijo el hijo en voz baja.
–Normal. Un defensa nunca debe tirar un penalti. No es su trabajo.
En cada parada subía alguien. Los que no podían sentarse se quedaban de pie. Parecían sardinas en lata. Pronto llegaron a Concha Espina. Allí ya había autobuses de las peñas, policías a caballo, tenderetes con pipas, chuches, camisetas. Era domingo por la mañana y al madridismo se le notaba animado.
El hijo miraba la zona de los ultras. Dijo que bajaba a ver a alguien. El fanático se encogió de hombros
–Es que hoy ganamos la Liga, papá.
–Yo después del miércoles no me fío. Debimos meterles cinco. A los alemanes les daba igual que marcásemos uno o dos. Venían a por su golito, y a penaltis. Otro equipo igual sabe cerrar. Pero nosotros, no. Nosotros solo sabemos atacar. ¿Nos meten cinco? Nosotros, ocho. Así ha sido toda la vida.
–Al menos ganamos al Barsa.
–Puto Farsa. Cuando pierden son lo peor. Hala a llorar, a hablar de los árbitros. Polacos, ¡catalufos! Más que un club, sí… ¡Un puticlub!
–Pero esta liga no se escapa, papá.
–No lo sé, hijo. Piensa en las ligas de Tenerife. Y no hablemos ya del dos a seis.
Era la última gran humillación. El Barcelona había llegado con la liga igualada a un partido en el que el ganador sería campeón. El fanático y su hijo estuvieron en el estadio. Empezó marcando su equipo, pero enseguida el extremo francés del rival metió dos goles. Uno a pase de Messi; otro tras regatearse a Sergio Ramos, con la defensa muy adelantada, casi en el centro del campo. El fanático se pasó meses echando pestes del sevillano.
–Seguro que la noche anterior estaba en la Feria de Abril. No puede ser que un extremo tan viejo te haga un cuatro…
El hijo recordó el ambiente, el mosaico blanco, el miedo culé cuando encajaron el gol, el cabreo local cuando el Barcelona remontó. Los insultos. La humillación. Tras aquello se tiraron quince días sin leer la prensa, mascullando contra Messi, enano de mierda, a ver si le rompe alguien la pierna. Para ellos la victoria de su equipo era pura metafísica. Ganar, ganar, ganar. Era su obligación, igual que la del sol es salir cada día.
[Cuento de marzo: 'Un paseo por el campo', de Edurne Portela]
Sus plazas de socio estaban en la Torre B, arriba, un anfiteatro. En la planta baja iba llegando público. Ambos pasaron los carnés por el lector electrónico de los torniquetes. El fanático señaló una pila de la revista Mediapunta. El hijo se la alcanzó y el fanático la hojeó mientras subían. Se entrevistaba al padre de Xabi Alonso.
–Jugó en el Farsa. Menos mal que el hijo salió decente.
Desde las gradas se veía el campo abajo, verde, esplendoroso. El público se iba sentando. Los jugadores, tras el calentamiento, volvían a los vestuarios. Ocuparon sus asientos. No había nadie a su lado. Eso gustó al fanático: le irritaban sus vecinos. Alguno le llamaba la atención si se exaltaba demasiado.
–Toma, ¿quieres leerlo? ¿Qué miras?
El hijo miraba la zona de los ultras, detrás de la portería. Dijo que bajaba a ver a alguien. El fanático se encogió de hombros. Se ensimismó en la revista.
2
Cuando levantó la cabeza ya salían al campo los jugadores. El público los señaló. Se comentó la alineación. El fanático observó al enemigo. El que más rabia le daba era un pequeño y habilidoso extremo. A ese había que controlarlo. Los capitanes sortearon campo. Estrecharon la mano. Mientras los porteros se alejaban, el colegiado se rio con el capitán sevillista. A poco de silbarse el inicio, llegó su hijo.
–¿Qué cojones hacías?
–Cosas mías, papá.
Abajo, el Sevilla apretaba con rabia. Sabía que en las gradas había un ambiente triunfalista. Querían retrasar el alirón.
–¡Me cago en vuestra puta madre!
La delantera sevillana estaba muy activa. Su extremo derecho era un auténtico puñal por la banda. El nueve acompañaba. Cada llegada, había peligro.
–¡Hijo de perra! ¡Casi lo matas! ¡Carnicero!
Minuto siete. Los ultras corearon: “Illa, illa, illa, Juanito maravilla”. Nadie hacía demasiado caso. Pero ellos mantenían sus cánticos. Entonces, hubo una jugada polémica.
[Cuento de febrero: 'El gallinero']
–¡El puto nueve! ¿Fuera de juego? Tendré que verlo en televisión. Para mí, está en línea –masculló el fanático. Su hijo callaba. No se sabía si atento al partido–. Con ese gol anulado se hunden. Verás. Y nosotros nos venimos arriba.
Parecía que le hubieran escuchado. La estrella del club empezó a hacer diabluras por su banda. El punta tiraba buenos desmarques. En uno llegó el primer gol justo debajo. ¡¡GOOOL!! El estadio se puso en pie. 60.000 personas corearon: “Campeones, campeones”.
–¡Qué te dije!
Un último arreón del rival y cayó el segundo tanto: otra vez la estrella, por la izquierda. Ahora el estadio homenajeó a sus héroes. Los jugadores sonreían satisfechos. El Sevilla parecía haberse apagado, con el extremo desaparecido, el delantero centro protestando mentalmente el gol anulado.
–¡Está hecho! ¡Dame un abrazo, hijo!
El hijo, pese al abrazo, seguía serio.
–Y tráeme una cerveza. No me apetece ir al bar.
El fanático sacó el puro que se fumaba cada vez que su equipo ganaba un título.
3
El segundo tiempo fue una fiesta. El Sevilla apenas incordiaba. Los locales pronto afianzaron el marcador con un nuevo misil de su estrella. ¡¡GOOOL!! Esta vez hasta el entrenador fue aplaudido. Fumándose su puro, el fanático seguía el encuentro sin la emoción de al principio. El título estaba en el bolsillo. Bastaba ganar uno de tres partidos restantes para cantar el alirón. A mitad de la segunda parte se inquietó: su hijo no volvía. Casi involuntariamente, echó una ojeada abajo, adonde los ultras. Había movimiento en un rincón. Le pareció ver una pequeña gresca y un par de policías, ¿o eran imaginaciones suyas? En fin, ya es mayorcito… Con el tres a cero todo quedaba resuelto. Cuando llegó el pitido final, el estadio ni siquiera estalló eufórico. Se aplaudió con tranquila satisfacción. Los jugadores devolvieron los aplausos, enfilaron los vestuarios. El fanático se levantó algo molesto con la tardanza del hijo. Salió al pasillo. Según se encaminaba a las escaleras se le acercó un tipo con impermeable azul.
Se inquietó: su hijo no volvía. Casi involuntariamente, echó una ojeada abajo, adonde los ultras. Había movimiento
–¿Es usted el padre de Javier Sánchez? Policía –enseñó disimuladamente su placa–. ¿Podemos hablar un momento?
Se echaron a un lado.
–Supongo que sabrá que hace dos semanas acuchillaron a un magrebí a pocas manzanas de aquí. Llevaba una camiseta del Barsa. Por suerte no ha muerto, pero sigue ingresado en el hospital.
–Los moros en esta ciudad son todos del Barcelona. ¿Qué tiene que ver eso con mi hijo?
–Mucho. Lo acaba de identificar un testigo. Estuvo presente en la pelea. Lo hemos detenido.
El fanático no daba crédito. La tierra se abrió bajo sus pies.
–Es un error. Mi hijo no puede ser... –dijo–. Nunca ha sido violento.
Autor de la generacional Historias del Kronen (1994), el escritor José Ángel Mañas (Madrid, 1971) es, además, guionista e historiador. Acaba de publicar Guerrero (Algaida) en la línea de la histórica Conquistadores de lo imposible (Arzalia, 2019). En 2019 ganó el Ateneo de Sevilla con La última juerga (Algaida) y acaba de recibir el Ciudad de Santa Cruz de Novela Criminal por En el descuento (Alrevés, 2022), que firma con Jordi Ledesma.