A sus juveniles 61 años, Carlos Marzal (Valencia, 1961) acaba de romper un silencio poético que ya duraba trece años con Euforia, un libro rebosante de optimismo y alegría de vivir, “a pesar de los pesares”. “Necesitaba un clima del temperamento, una disposición del ánimo que no he encontrado en mucho tiempo”, dice a El Cultural.
También ensayista y narrador, Marzal asegura que nunca ha querido ser sólo poeta, que su vocación es la de escritor, en prosa y en verso. “Sí, soy omnívoro. Pero tengo claro que el poeta canta y el novelista cuenta, a grandes rasgos. El poeta me ha enseñado a no tratar de poetizar la prosa, y el prosista me aconseja que la administración del prosaísmo puede ser muy útil en los poemas”, confiesa.
Pregunta. Es su primer libro de poemas en trece años. ¿Por qué se entrega a la Euforia (Tusquets), precisamente ahora?
Respuesta. La poesía es misteriosa. No me basta tener la idea, ni la música, pero he escrito otras cosas. Puedo hacer artículos, avanzar en una novela, en un ensayo; pero no en un poema sin esa temperatura especial. Mi euforia es agradecimiento hacia la vida, a pesar de los pesares. Euforia como entusiasmo, y también euforia etimológica: la que ayuda a sobrellevar las calamidades. En cualquier caso, he escrito el libro con enorme alegría: por el reencuentro con la poesía, a la que echaba mucho de menos.
[Carlos Marzal: "Soy un huésped muy agradecido con el mundo"]
P. El libro tiene mucho de celebración de la vida y el amor: ¿es su forma de afrontar esa sesentena recién llegada, a pesar de saberse un joven de 18?
R. La edad resulta un fenómeno inexplicable. No sé cómo hemos llegado a esto; es decir, a tener sesenta y uno. Soy el mismo botarate que a los dieciocho; pero envuelto en papel de periódico antiguo. No me explico ni cómo ni cuándo ha sucedido lo que ha sucedido. Algunos no deberíamos envejecer nunca. En cualquier caso, la literatura es terapéutica, medicinal, mientras se ejecuta al menos. Necesitamos consuelos, incluso consuelos de tontos.
P. Antes, como dice uno de sus poemas, ser mayor equivalía a ser invisible: ¿cómo podemos evitarlo y lograr que no nos echen del campo de juego?
R. Creo que nuestro afantasmamiento resulta inevitable. Somos individuos evanescentes, vaporosos. Tampoco creo que debamos insistir demasiado en subrayarnos: eso es de mala educación. A pesar del ego que se atribuye a los escritores, la literatura es una forma razonable de militar en la existencia. Me conformo con que me vean y escuchen aquellos a quienes quiero y aprecio. Hay que procurar vivir sin ruido.
“A la poesía le viene bien un poco de atrevimiento, algo de insensatez, como a la vida”
P. ¿Por qué ya no quiere “pasar por razonable”? ¿No teme las consecuencias?
R. Creo que a la poesía le viene bien un poco de atrevimiento, una pizca de insensatez, como a la vida. Con mucho cuidado: la locura tiene mucho prestigio entre los hiperestésicos, pero es una murga. Yo prefiero mucha razón, mucho equilibrio, y de vez en cuando la sal del disparate. En cuanto a mis opiniones civiles, cada vez me importa menos lo que opinen de ellas los demás. Tengo la impresión de que el mundo se afea a pasos agigantados, en especial porque las ocurrencias de los más tontos poseen un megáfono. Nunca los cretinos han tenido tan poco que decir, y tantos instrumentos para decirlo. Las redes sociales se han convertido en redes fecales.
P. Hablando de consecuencias, en otro poema (“Disposiciones póstumas”) reniega del malditismo, “esa simpleza de los temperamentos débiles”: ¿Por qué les resulta tan atractivo a los poetas más jóvenes?
R. Los jóvenes pueden permitirse el derrotismo, porque son inmortales. En los adultos que vamos para viejos, las ínfulas biográficas resultan ridículas. El malditismo es una mala herencia romántica, un énfasis absurdo para temperamentos adolescentes; es decir, fácilmente impresionables. Una bebida dulzona: el Licor 43 de los lectores de pacotilla. Hay grandes escritores malditos, pero idolatrar su malditismo es una simpleza. Los fieles de la Iglesia Malditista son unos pelmazos, y por lo general no soportarían a un maldito en el comedor de su casa durante cinco minutos. Pura filfa literaria.
P. ¿Cuándo, cómo y por qué descubrió que su escritura requiere “un cierto clima” que se aproxime a la felicidad?
R. El gran Clément Rosset (uno de mis filósofos de cabecera) dijo que la alegría es la fuerza mayor. La escritura y la lectura son una fuente de felicidad, incluso cuando lo que se escribe y se lee invocan la tristeza, el dolor, la melancolía, la tragedia. Por lo que a mí respecta, cuando escribo trato de iluminar, de aclarar, de cantar. El arte, por más oscuro que sea, es un homenaje a la condición humana, a la excelencia que la condición humana ha alcanzado mediante el arte.
"El mundo se afea a pasos agigantados porque las ocurrencias de los más tontos poseen un megáfono"
P. En el libro evoca paisajes, gentes, familia... ¿De qué ha ido despojándose hasta llegar a este momento poético y vital?
R. No me he despojado de nada voluntariamente jamás. Es la vida la que me ha quitado cosas. Yo no renuncio a nada. No tiro nada. Sufro una suerte de Diógenes sentimental que me impide separarme de las personas y las cosas. Mi casa es, como la de casi todo el mundo, un campamento, en el que reinan mi mujer y mis hijos. Yo soy su invitado. Para escribir hay que acumular experiencia vital y literaria. El despojamiento es una larga tarea de acopio. La desnudez es siempre un artificio. Me manejo, por lo demás, con premisas elementales: tratar de ser claro en lo hondo, sencillo en lo complejo. Que el texto fluya. Que esté escrito en español, no en comanche.
P. ¿Qué es, y por qué, “lo que nunca pondremos por escrito”?
R. El lenguaje no es todopoderoso, no alcanza a expresar toda la experiencia, que también reside fuera de lo verbal. Somos criaturas físicas, oníricas, imaginativas e imaginarias. Ahora bien, el lenguaje es el único método que poseemos para explicar nuestra experiencia. Nunca pondremos por escrito, por ejemplo, la conmoción del deseo, del amor, pero sólo los que han escrito se han aproximado a expresar esa conmoción absoluta. En esa paradoja se cifran la gloria y la miseria del lenguaje, del ser humano.
P. ¿Puede latir al fondo un cierto miedo a la muerte? ¿Teme a la vejez y al olvido?
R. Temo lo que les pueda suceder a quienes amo. La posteridad me trae sin cuidado. Soy profesor de literatura, y sé que el olvido es el destino del arte, incluido el olvido relativo de quienes pasan a la posteridad. La única gloria consiste en estar vivo y tener la salud suficiente como para salir de cena con amigos. Ahora bien, envejecer es un coñazo, incluso cuando el cuerpo acompaña. El de viejo es un papel que no me corresponde. Me imaginaba como un veraneante perpetuo en una perpetua juventud relativa.
“El olvido es el destino del arte. La única gloria consiste en estar vivo y en tener salud para salir con amigos”
P. Antes se suponía que los creadores debían implicarse y tomar partido: ¿han dejado de ser necesarios, se han cansado de ser manipulados quizás?
R. Siempre habrá escritores con vocación política, con apetito de intervenir en la realidad más de la cuenta. Yo estoy incapacitado genéticamente para la política, porque no puedo pasar mi tiempo en compañía de quien no quiero. Ser político es estar siempre reunido, en especial con desconocidos que a uno no le interesan. Yo no puedo: siento arcadas y tengo que ir al baño corriendo. Es una limitación. La figura del intelectual ha sido reemplazada por la del tertuliano, porque ya casi nadie tiene tiempo para leer un libro, y es más fácil atender a consignas y propagar chascarrillos. El Congreso y el Senado se han convertido en hipermercados de chascarrillos y consignas. Nunca hemos tenido durante la democracia una clase política tan rancia y, a la vez, tan chiripitifláutica y tan pobre.
P. ¿Qué fue de la poesía de la experiencia? ¿Se sigue reconociendo tras esta etiqueta?
R. Creo que hay grandes poetas en mi generación, que algunos llamaron de la experiencia, una etiqueta que no me disgusta, sobre todo porque podrían habernos encasquetado otras mucho peores. He dicho alguna vez que he pasado de la poesía de la experiencia a la experiencia de la poesía como experiencia moral.
P. En el libro también recuerda las tardes de cine. ¿cuál es la última película que ha visto? ¿Cómo es un día cualquiera en la vida de Marzal?
R. Sin el cine no puedo vivir. Las últimas han sido As bestas, que me gustó mucho, pese a su final contenido: yo la habría acabado de forma apocalíptica, a lo Grupo salvaje. Y Astérix y Obélix: El Reino Medio, por pura militancia, soy Marzalix el galo. Adoro lo que algunos llaman rutina, que es la permanente aventura repetida. Doy clase, llevo a mi hijo a entrenar y jugar al fútbol, leo, paseo, escribo.