El último día de la vida anterior, título que sugiere una historia un tanto enigmática, pertenece a lo que coloquialmente llamamos novela de fantasmas y apariciones. Andrés Barba (Madrid, 1975) cuenta una anécdota aureolada de fantasía. La empleada de una inmobiliaria se dispone a vender una casa. Al revisar la vivienda para atender a los clientes se encuentra en una silla de la cocina con un niño de unos siete años, salido de quién sabe dónde y de aspecto embobado. “No es una entelequia, sino un cuerpo tal real como la balda o el fregadero”.
La rareza de este chico que no parpadea le produce desazón y, casi olvidándose de su trabajo, vuelve a visitar el piso de forma obsesiva y establece con él un contacto continuado que deriva en auténticos diálogos. No es cuestión de especificar aquí cómo se resuelve esta insólita trama.
Bastará con señalar el revulsivo impacto que le produce a la mujer la espectral aparición y unas consecuencias que remiten a hondones secretos de la personalidad y a experiencias vitales determinantes. Lo dice el narrador: “Un niño la ha sacado de la vida. Un niño la ha devuelto a ella”.
El reto de Barba, como el de cualquier narrador que acometa una peripecia de estas características, es superar la incredulidad, hacer creíble lo inverosímil poniendo en juego las peculiares leyes de la fantasía.
Su recurso fundamental consiste en dotar a la experiencia fantástica de la mujer de un soporte de realismo. Casi estampa costumbrista resultan la actividad de la chica, su capacidad profesional ya demostrada antes, los vínculos quizás algo más que laborales con su jefe o la relación con el marido. Todo ello es inmediato, cierto, testimonial.
El producto de la observación, sin embargo, se somete a la vez a procedimientos generalizadores o de distanciamiento. Lo dice un dato palmario: en todo el relato no se declara un solo nombre propio. No sabemos cómo se llaman ni ella ni su jefe; y a su pareja se la menciona con un monótono “el hombre con el que vive”.
Hay que esperar a la última página del libro para saber el nombre del aparecido, Manuel (se me escapa con qué intención se rompe el criterio general). Mientras, la narración se colma de alusiones, sensaciones, indicios enigmáticos y variadas impresiones: un halo que emana de la materia, la autopercepción de la mujer en el espejo, temores borrosos, violencias inconcretas, miedos difusos, complejidades mentales.
El reto de Barba es superar la incredulidad, hacer creíble lo inverosímil poniendo en juego las peculiares leyes de la fantasía
Con esta afortunada amalgama lo real se nimba de extrañeza y lo extraño se tiñe de realidad. Ello se debe a que la entrega de Andrés Barba a la invención absoluta no responde a una intención escapista. Busca presentar, por así decirlo, una realidad más profunda, ceñida, eso sí, a discordias mentales y perplejidades íntimas, no a la problemática del mundo exterior, por completo ausente en la novela (ni siquiera se insinúa, aunque la anécdota parta de asunto tan grave como el alquiler de la vivienda).
En tal intimidad desfilan el peso del pasado en el presente, la infancia y sus condicionantes, el desamor, la exigencia de lazos afectivos y, cual cobertura de todo ello, la vivencia traumática de la soledad revestida de aislamiento.
Un relato intenso, más sugeridor que explícito, escueto y sincopado, sin concepciones descriptivas y bien aderezado con una prosa concisa y antirretórica, produce un efecto inquietante. En esta novela breve los fantasmas muy reales de la mente cobran vida cierta bajo la fantasía.