En 1951 Colette regresaba de la playa al fastuoso Hôtel de París de Montecarlo, en donde disfrutaba de unas vacaciones primaverales. A sus 78 años, una artritis la había postrado en una silla de ruedas –que conducía con esmero su tercer marido, Maurice Goudeket–, pero sus sentidos seguían funcionando a pleno rendimiento. Tan solo seis años antes, había publicado Gigi, un nuevo éxito en su trayectoria, y Broadway preparaba ya su adaptación teatral.
En los exteriores del hotel, la escritora se dio de bruces con un buen barullo. Se trataba del rodaje de una discreta comedia musical titulada Americanos en Montecarlo. La secuencia estaba protagonizada por una joven elegante, con una chispa especial, que saltaba de un lado para otro. Tras posar los ojos en ella durante un rato, Colette le hizo un gesto a su marido y le susurró algo al oído, antes de internarse en el edificio. “¿Qué escritor puede esperar que una de sus creaciones aparezca de repente en carne y hueso?”, explicaría en alguna ocasión. “Yo no, y sin embargo, ahí estaba. Esa chica desconocida era mi Gigi cobrando vida”.
Colette, cuyo contrato establecía que debía dar el visto bueno a la intérprete seleccionada para el papel –por el casting habían pasado ya unas 200 actrices–, envió rápidamente un telegrama al productor Gilbert Miller para que no tomara una decisión sin ver antes a esta chica.
La escritora se dio de bruces con el rodaje de una discreta comedia musical; la secuencia estaba protagonizada por una joven elegante, con una chispa especial
Su nombre no era otro que el de Audrey Hepburn (1929-1993), al que este encuentro le iba a cambiar la vida, haciéndose finalmente con un papel que dispararía su fama. Un golpe del destino que alumbraría a una de sus estrellas más rutilantes, de la que ahora se cumplen 30 años de su muerte.
Hija de una aristócrata neerlandesa y de un playboy inglés que había abandonado el hogar en su infancia, Hepburn había sufrido los estragos de la II Guerra Mundial en Holanda, donde la familia subsistió a duras penas. Una vez acabada la contienda, la joven se había dedicado al sueño de la danza que pronto se frustró. Fue entonces cuando empezó su carrera en el cine, aunque sin mucha suerte.
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Invitada a la habitación de Colette, aún tuvo un cierto reparo: “¡Soy bailarina, nunca he hablado encima de un escenario!”. Pero la vieja escritora, tras este breve encuentro, en el que leyeron algunos pasajes de la obra y hablaron de viajes, música y romances, consolidó su corazonada. “Para Audrey Hepburn, el tesoro que encontré en la playa”, le escribió en una foto que le regaló.
Una novelista para el cine
La relación que mantuvo Colette con el cine fue muy intensa. Debido al gran éxito comercial, pronto los pioneros posaron sus ojos en el personaje de Claudine, con un filme mudo de 1913 dirigido por Henri Pouctal. Jeanne Rouques, la célebre Musidora, musa del surrealismo y protagonista de Les Vampires de Louis Feuillade, también llevó a la pantalla algunas obras de su amiga Collete, como La vagabunda (1918).
En los años 30, la escritora participaría en el desarrollo de los guiones de Lac aux dames (Marc Allegret, 1934) y de Divine (Max Ophüls, 1935), partiendo de material ajeno. Pero es a partir de 1950 cuando se produce un auténtico boom de adaptaciones, con ocho en ocho años. Destacan el libre acercamiento a la novela Dúo que realizó Roberto Rossellini en Te querré siempre (1954), con Ingrid Bergman y George Sanders, y la versión musical de Gigi (1958) dirigida por Vincente Minelli, con Leslie Caron y Maurice Chevalier como protagonistas.
Ya en el nuevo siglo, Stephen Frears afrontó Chéri (2009) con Michelle Pfeiffer como principal reclamo y llegaría el biopic Colette (Wash Westmoreland, 2018), con Keira Knightley dando vida a la escritora. J. Y.