Tras la aparente vaguedad de este título, El desaliento, última novela del malagueño Rafael García Maldonado (1981), asoma la poética de un libro y de un autor que merece ciertas consideraciones. Merece que aclaremos que este farmacéutico de profesión es un lector empedernido, además de un escritor contumaz (sirvan de muestra algunos títulos que preceden a su última novela: Tras la guarida, Cuaderno de incertidumbre o el más celebrado, Si yo de ti me olvidara, Jerusalén, 2021).
Tampoco es irrelevante saber que su voracidad lectora parece nutrirse de literatura mayúscula cifrada en nombres como Faulkner, Onetti, Conrad, Benet, Lobo Antunes… Y, en consecuencia, su estilo, alimentado en tantas voces leídas y admiradas, deviene en exigencia extrema para acertar con el tono, el enunciado, la frase, la palabra exacta,… En suma: la forma y la sustancia de su estilo deben mucho al discurso narrativo, y este es un discurso riguroso, pulcro, divagador, unas veces críptico, otras alambicado en exceso. Intenso y poético en todo momento.
El desaliento requiere, por tanto, aceptar las reglas requeridas por la poética que sostiene el discurso, adaptarse a un ritmo lento, aguardar a que la trama presente la tensión en la que se sostiene y escuchar las veladas historias que encierra. Vaya por delante que se trata de un relato respaldado por un trabajo de construcción exigente hasta el extremo, aunque haga desfallecer en determinados momentos el ritmo lento que lo anima. Pero la sustancia está ahí, y vale la pena llegar a ella. Sabemos que su autor fue cooperante en Senegal, experiencia que, de algún modo, traslada a su relato.
Pero la idea que lo empuja a narrar lo que puede considerarse su particular viaje al corazón de las tinieblas viene respaldada por otro afán: denunciar el espanto y la infamia de la condición humana como lo hiciera el portugués António Lobo Antunes cuando relató la angustia y el miedo infinitos en su novela Conocimiento del infierno.
Maldonado pone al frente del relato a su protagonista, narrador y testigo de lo que trata de contarnos treinta años después de lo ocurrido. Jacobo Benarroch era un joven inspector de policía en Sevilla, se había enfrentado a pocos casos cuando a él y a otro investigador de Madrid, les requirieron para una extraña operación en África desde los servicios secretos del Estado, sin que mediaran más explicaciones.
El discurso narrativo de Maldonado es riguroso, pulcro, divagador, intenso y poético en todo momento
Treinta años después (entonces eran los 80) regresa a ese lugar del que nunca ha podido irse del todo por el horror al que asistió y la cadena de interrogantes desatados desde entonces. El caso que les requería era el doble asesinato de dos hombres, amantes, uno de ellos hijo de un importante ministro español, en una embajada española recién estrenada, a cargo de una mujer (la que hoy es su interlocutora), en Sembia (nombre ficticio del lugar al que regresa.
Treinta años después sigue intentando armar “un puzzle del tamaño de un continente negro”, y le siguen faltando piezas; necesita recomponer lo inexplicable y revolver en los entresijos de la llamada “realpolitik” de los bajos fondos del Estado, en el blanqueo de asesinatos y en subtramas que relacionaban el tráfico de drogas con operaciones infames en aquel “epicentro del horror”.
[Benet. La ambición y el estilo]
La estructura del discurso narrativo no solo descansa en él, dispone de un acertado coro de voces espectrales que, con registros diferentes, van interviniendo por turnos, como en una supuesta conversación, y nos relatan otras perspectivas, aportan pistas para despejar incógnitas de este ambicioso relato sobre el fracaso del mundo civilizado. Herrumbrosas voces, en cierto modo, convocadas en un relato difícil y tremendo del que no está excluida la celebración de la literatura.