Imaginen ustedes un mundo de hombres rudos y prepotentes que gruñen y que escupen y que van llenos de mugre. Hombres sin futuro ni esperanza, chusma blanca que construye un orgullo desclasado rompiendo mandíbulas y ventanales, entrando en las prisiones y en los cuerpos de las mujeres, sin descanso haciendo hijos para demostrar su hombría. Maridos que son incapaces de sostener a sus familias y sienten la humillación soplándoles el cogote y por eso beben whisky y son violentos y se agarran a las faldas de sus mujeres y se ceban con el débil que tienen delante.
Imaginen ustedes ese mismo mundo del otro lado: las esposas serviciales empeñadas en lavar sus hogares embarrados y simular que son sitios dignos y agradables, mujeres que huelen a tinte y a mantequilla, a laca de uñas y a conserva de arándanos, mujeres que se desloman para alimentar a la prole hambrienta y desarrapada y también a sus maridos y a sus tíos, a sus hermanos y primos cuando vuelven del trabajo, de algún robo, una pelea o de estar con sus amantes.
Y sitúen todo esto en Carolina del Sur, en un pueblo polvoriento y conservador en los años cincuenta del siglo pasado: una sociedad racista y sumamente clasista, donde una niña sin padre está marcada para siempre con el sello de bastarda.
La historia que la escritora estadounidense Dorothy Allison (Carolina del Sur, 1949) cuenta en Bastarda es la de su propia vida, y lo hace desde la mirada despierta y estupefacta de su yo de doce años, una cría a la que todos llaman Bone, una niña a la vez frágil y difícil de roer, altanera y orgullosa que desea ser muy guapa para poder ser amada porque su tía le ha dicho que “el amor tiene más que ver con la belleza de un cuerpo de lo que la gente está dispuesta a admitir”. Una niña que está sola y que saca de su rabia y de su odio, contra todo y contra todos, su potencia de vida.
Bastarda es la historia del clan Boatwright, una familia white trash en la que “ni siquiera el amor puede impedir que las personas se despedacen unas a otras” y que confirma lo que una vez me dijo una amiga: solo hay algo peor que tener familia y es no tenerla. Pero la novela es mucho más que el trazado magistral de un árbol genealógico, es sobre todo la historia de una violencia sostenida, insoportable, sobre el cuerpo de Bone; es la narración de los abusos que sufrió por parte de su padrastro durante siete años, un hombre cobarde y atormentado, abusador de manual.
La novela, mucho más que el trazado magistral de un árbol genealógico, es la historia de una violencia insoportable
Un relato que Allison vomita sin paliativos, una pesadilla veraz que sin embargo consigue transformar en redención gracias a un manejo prodigioso en el arte de contar la furia de una adolescente nacida en el sitio y momento equivocados (“Yo no era sucia, ni boba, y si era pobre ¿de quién era la culpa?”), los rosales que destroza, su hambre descomunal, sus aullidos bajo el agua, el góspel y el country almibarado.
Allison da cuenta de sus muslos morados, de su coxis fracturado y de su rostro rajado; de un cinturón que descarga con fuerza sobre sus nalgas y de penetraciones violentas porque un hombre no tolera su belleza asilvestrada, su enorme vitalidad, sus ojos inteligentes que desmontan las mentiras que se cuentan los adultos para no morir de pena.
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“Todos habíamos deseado algo muy sencillo: amar y ser amados, y sentirnos a salvo, pero lo habíamos perdido, y yo no sabía cómo recuperarlo”; será la tía Raylene, trasunto de Allison, el manantial de amor, de respeto y dignidad en el que Bone se baña para sacarse las manchas que las heridas de sangre le han dejado en la carne y recomenzar su vida sin el sello de bastarda.