Tras los Encuentros 72-22 ya no solo se puede hablar de la Pamplona de Hemingway, ahora también es posible referirse a la de Peter Sloterdijk y Svetlana Aleksiévich, a la de Pascal Bruckner y Salvatore Sciarrino, también a la de Massimo Cacciari y Cynthia Fleury.
Ver a la filósofa italiana Adriana Cavarero en el bar Zampa de la calle Estafeta con sus montaditos después de hablar de Hannah Arendt, estar con el novelista László Krasznahorkai en El Bosquecillo del parque de la Taconera dando cuenta de un buen plato, pasear con Ana Blandiana por esa Iruña de octubre casi veraniego, estar en una cena tranquila con David Rieff y desayunar con Hartmut Rosa, recomendarle a Sergei Loznitsa las calles de la parte vieja, las que suben a la catedral, por la calle Curia, creaba una extraña familiaridad, como si la ciudad viviera de un antiguo poso que, sin embargo, apenas había empezado a crearse.
Tenía que haber intuido que la solemnidad del saber debía ponerse en cuarentena y ser motivo de sospecha, sobre todo para los que huimos del fasto y la rigidez. Lo digo porque Sloterdijk anunció que vendría en su furgoneta, con las bicicletas para él y su esposa Beatrice, y en compañía de su perro. Al final no fue así por una cuestión de calendario, de manera que el matrimonio no pudo pedalear por la Ciudadela ni tomar el Paseo de Sarasate para ir hacia el Ayuntamiento y Mercaderes, pero aquel deseo suyo era el indicio de algo. Yo no sabía de qué.
Cuando fui a recibir a los Sloterdijk al hotel quedé un tanto perplejo, porque al bajar del coche, quiero decir, cuando el filósofo alargó la pierna para poner pie en tierra, vi que no llevaba calcetines, tampoco había atisbos de eso que llaman calcetines cortos ni de pinquis. Puro tobillo, pura caña, puro zapato. Los dos muy altos, un poco descreídos, por su apariencia, de lo centroeuropeo.
Peter Sloterdijk no perdía la oportunidad de un chiste, de un juego de palabras. Hay en él algo de irónico y recogido, de mordaz y tierno
Vinieron desde Berlín con la idea de una sidrería, y allá fuimos, a la Sagardotegia Auzmendi. Grandes barricas, mesa recia, iluminación de bodega a lo Jan Steen. He visto pocas veces beber con aire tan luminoso y comer de manera tan bendita y agradecida un revuelto de hongos. Plato va, plato viene. No perdía el autor de Esferas y Has de cambiar tu vida la oportunidad de un chiste, de un juego de palabras. En él hay algo de irónico y recogido, de mordaz y tierno, sometido a un traje que le iba pequeño, frente ancha bajo una fuerza despeinada. Me hablaba de Fichte y del bosque invertido que son los combustibles fósiles, a punto de perderse también. Y aun así, brindábamos.
Si fuera por la estatura, no quedaría atrás el cineasta ucraniano Sergei Loznitsa, silencioso, con el espíritu desbaratado por la guerra de su país. Su ademán era de no querer celebrar, estaba llevado por la necesidad de contar lo que allí ocurría, como si estuvieran presentes las imágenes de su premonitoria Donbass, rodada en 2018, que narra las endémicas refriegas de ucranianos y rusos en esa región del Dniéper. Sombrero y barba abundante. En las fotos siempre lo había visto afeitado. Su maleta, en consonancia con los tiempos, había ido a parar a Fráncfort, de modo que enseguida nos ofrecimos para comprarle ropa interior, de buena talla y el color que quisiera.
Los días de los Encuentros fueron de destello en destello, de ideas audaces y cotidianeidad de rara franqueza y normalidad. José Luis Guerín, que vino para un pase de sus películas e impartir un seminario, comió lo mismo los tres días en Casa Manolo: pochas con chorizo y carrilleras. No quería cambiar ni por asomo.
Y a todo esto, en una mesa del mismo restaurante, Sciarrino me hablaba del neoplatonismo y de su influencia sobre el cristianismo, de la separación del alma y el cuerpo mientras tomaba una bien cocinada menestra y unos chipirones que son la canción lírica del Cantábrico.
Por cierto, los franceses dicen que el Cantábrico, Kantauri en vasco, no existe, que no es más que el Atlántico. En fin, no todos los franceses, porque con Pascal Bruckner, que acababa de publicar en castellano El instante eterno, un libro tan razonable como cáustico y en el que no hay puntada sin hilo, no tardamos en ponernos de acuerdo sobre la deriva del mundo. Debía mantener un diálogo público con él, así que hablamos el día anterior para preparar el acto. Se alojó en el mismo hotel que los Sloterdijk. Vino con su compañera, asimismo altísima, una mujer mestiza y muy seria, parca.
Pensaba que Bruckner vendría con ese aire revoltoso y algo díscolo tan bien trabajado de los 'nouveaux philosophes', pero fue todo lo contrario
A decir verdad, pensaba que Bruckner vendría con ese aire revoltoso y algo díscolo tan bien trabajado de los noveaux philosophes, pero, para mi sorpresa, fue todo lo contrario. Accedía de buen grado a lo que le proponía, educado y amable, delicado incluso, tanto es así que uno de los días se avino a comer en una larga e incómoda mesa de por lo menos veinte comensales, a la manera de Obélix, en el autegestionado restaurante Geltoki, de menú alternativo y camareros con tatuaje y arete en la nariz. Se come bien y sano. No fue fácil hablar, porque en flanco había una mesa no menos copiosa para la celebración de un cumpleaños, de esos tan pesados, que nos dejó perplejos, ensordecidos y emplazados para mejor momento.
La pena es que Cacciari, con un positivo de Covid, solo pudo estar presente a través de una videollamada, pero disfrutamos de aquel filósofo que con El ángel necesario y Hombres póstumos empezó a abrir camino a los jóvenes de mi generación, que lo leímos agradecidos y con fervor. Para el diálogo que el italiano debía mantener con Francisco Jarauta tuve sobre todo en cuenta su Geo-filosofía de Europa, tan certero, ya que se trataba de desmenuzar los problemas de este desvencijado continente en el que nos ha tocado vivir.
Sé por el riguroso y amable Jarauta que Cacciari es amante de los buenos vinos, que los prefiere a los logros de la cocina. Esa misma sensación tuve con László Földényi, cuyos viajes al Bosquecillo, tinto en mano, fueron frecuentes. Me decía a mí mismo que se los había ganado, aunque solo fuera por ese breve libro del que en su día me sentí tan cercano, Dostoievski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar.
Sin embargo, creo haber visto pocas veces celebrar los frutos de Baco de manera tan constante y enjundiosa como la fotógrafa mexicana Graciela Iturbide, un ser desde luego entrañable que enamoró a un servidor y a toda la organización. Es fácil caer rendido a los pies de esta artista de ochenta años que apenas medirá 1,40. Se hace querer sin pretenderlo. No me extraña que sea tan amiga de Frederic Amat, que hizo el cartel de los Encuentros. Estaba subyugada por las zamburiñas de La Campana, un establecimiento pequeño y popular que alegra una estrecha calle de ese mismo nombre, junto a la iglesia de San Cernin, o si se prefiere de San Saturnino, levantada donde dicen que el santo fue martirizado.
Graciela, con su voz grave y su cuerpo de alambre –Sánchez Ferlosio describía así a las ancianas de Castilla– me contó su amistad con Juan Rulfo. Lo quería mucho. Era, al parecer, un hombre extraño, apartadizo pero sin rencor, tímido, de beber prolongado, temeroso de no sabía qué, apegado a su familia, melancólico, paciente.
Las fotos de Iturbide tienen algo de El llano en llamas, con sus cielos ardientes y los árboles resecos y solitarios bajo unas imponentes bandadas de aves que ramifican lo que no pueden las yucas del páramo. Un día, sin más, me confesó que cuando muriera quería que la pusieran en una “cajita azul claro con flores”, y que la enterraran en un terrenito que tiene no sé dónde, no más. He de decir que me honró con fotografiarme, aunque yo le aseguraba que carecía de interés, pero ella respondía: “¡Pero no ves qué cara tan ancestral tienes!”. No sé a qué se refería, y reconozco que me dejó algo acomplejado y en poco acuerdo con mis antepasados.
Son contadas las veces en las que se da una comida como la del 15 de octubre, con una mesa para mí memorable: a mi derecha, Sloterdijk; a mi izquierda, Blandiana, y enfrente Aleksiévich. Los miraba y me decía que qué hacían en Pamplona y qué hacía yo entre ellos. Es verdad que un servidor había procurado su venida, pero aun así me asistía una pertinaz incredulidad.
Pero todo era real, como la comida que desfilaba bajo el apetito del filósofo alemán, que mantenía un inmejorable ritmo desde su llegada. Aleksiévich, delicada y de poco comer, tenía un conmovedor gesto de agradecimiento; sus palabras las iba traduciendo su intérprete bielorrusa, una mujer hermosa, de piel muy blanca, de abedul del Berézina. Cuando en 2015 le dieron el Premio Nobel, todos se lanzaron a leer Voces de Chernóbil y El fin del “Homo sovieticus”, que las autoridades todavía no le han perdonado (ni le perdonarán). Ahora vive en Berlín, claro está.
La rumana Ana Blandiana me dijo que su compatriota Emil Cioran vivía en París en una pobre buhardilla llena de libros y con una cama estrecha
A la izquierda, ese ser entrañable que es la poeta rumana Ana Blandiana, autora de Variaciones sobre un tema dado. Por darle conversación, le pregunté, sin más, si había conocido a su compatriota Emil Cioran, y me contó que un día, siendo ella muy joven, fue enviada a París como parte de una delegación de escritores noveles. Fue entonces cuando, llevada por la curiosidad, decidió visitarlo. Vivía, me dijo, en una pobre buhardilla llena de libros, con una cama estrecha y una mesa de carpintería humilde. No sabían qué decirse, de modo que, para cortar el hielo, aquel hombre cariacontecido le preguntó: “¿Conoce usted Rasinari?” —era su pueblo natal, que hoy apenas tiene 5.000 habitantes—. “Sí sí, estuve la semana pasada”. “¡Cómo! ¡Ha estado en mi Rasinari! ¡Ha estado en mi Rasinari! ¿Sigue abierto el bar tal? ¿Está todavía la posada tal?”. “¡Sí sí, están aún!”. Al autor de Del inconveniente de haber nacido le cambió el rostro, todo en él fue luz, cobró cuerpo. Él, me comentó Blandiana, tuvo una relación difícil con Rumanía, un trato áspero. Llegó a odiarla.
Años más tarde fue a verlo acompañada de Ionesco. Me decía para mis adentros que estaba hablando con los últimos que conocieron a los nombres legendarios de una cultura que lo fue todo, hoy desguazados en la memoria de una sociedad que apenas tiene tiempo de decidir qué camino tomar. Un saber, ya entonces declinante, es cierto, pero que formaba parte de aquella Europa que había resistido, no sin lisiarse, a los más fieros totalitarismos.
Iba preguntando estas cosas a la mínima oportunidad que tenía para tener noticia de primera mano de lo que fue el saber de un tiempo que ha conformado el nuestro, por eso pedí a Sciarrino si había tratado a Giacinto Scelsi. Me dijo que sí, “que claro”, y que era un hombre introvertido, poco simpático y desconfiado, que el compositor de Tre canti sacri se había rodeado de gentes extrañas como lo había sido su existencia.
Sciarrino me tomó aprecio enseguida porque le ofrecí unos caramelos Halls de miel para la garganta. Se había resfriado con el aire acondicionado del hotel y no sabía cómo pararlo. Esto me ha sucedido en más de una ocasión, casi nunca sé cómo funcionan estos aparatos que han venido para ayudarnos hasta que resuelven lo contrario.
Sciarrino tiene una mirada bondadosa e inteligente, como lo es su música, que ha marcado a las generaciones sucesivas. Sus obras han hecho que tras él la música ya no sea igual. Me llamaba la atención que un artista capaz de componer Luci mie traditrici me hablara tanto de Mozart y Schubert. Dos espejos en los que mirarse, decía. Es alguien muy leído, consciente de su trabajo minucioso, igual que lo es Hilda Paredes, la compositora mexicana que apenas comía. Sólo escuchaba. Seguía los ensayos como un atento vigía. De música grande y pequeña estatura, discreta y seria, me sonreía, sin embargo, quizá por aquello de que los solitarios nos reconocemos. Me recordaba algo a Laura Restrepo, que paseaba por Pamplona con sus ojos honestos pero críticos, como debe ser.
Ahora bien, el más reservado y grave de los invitados a los Encuentros fue el cineasta portugués Pedro Costa: ni una concesión, ni una tentación de agrado ante la comida ni el vino. Una ceja levantada y una voz acostumbrada a que no la interrumpan. Y, sin embargo, le tomé un sincero afecto, no sólo por su cine —No quarto da Vanda y Vitalina Varela son piezas maestras—, sino por esa rectitud moral y esa resistencia a caer bien. No está para retóricas ni convenciones, es un devoto de la realidad, un pragmático de camisa gris oscuro que no se calla una, alguien innegociable que prefiere a los actores no profesionales y el cine con poca luz en los interiores.
Lo mismo que Cacciari, Hélène Cixous, que tanto trabajó con Derrida, estuvo presente a través de una videollamada. Su edad no le permitía venir a la vieja Iruña. Pero su intervención fue tan desnuda y cálida, que nadie en el auditorio sintió que aquella pantalla fuera plana y objeto de la tecnología. Momentos, y los hubo muchos, de una gran intensidad y cercanía, de generosidad y entrega humana e intelectual. En estos días pamploneses todo transcurrió así, apacible y de manera acompasada.
Cuando le comenté a Hartmut Rosa —quien más audazmente ha escrito sobre el aceleracionismo, como puede verse en Alienación y aceleración— que yo vivía en un valle poco habitado, me contestó satisfecho y cómplice que él estaba en un pueblecito de la Selva Negra muy apartado. Menos de un centenar de habitantes.
Así se vivía en la trastienda de los Encuentros de Pamplona, con Donatella Di Cesare, la filósofa de El tiempo de la revuelta, acariciando a mi perro y Carolin Emcke disfrutando de los bailes de Kukai, y no menos de los alumnos de un instituto, que revolucionó. Paz Encina, la cineasta paraguaya, no quería irse de la ciudad en cuyas calles había unas grandes Cajas a la deriva con los músicos del Colectivo E7.2 dentro haciendo de las suyas, mientras Oskar Alegria las recorría con una pantalla mostrando filmaciones de John Cage, Esther Ferrer e Isidoro Valcárcel Medina, que estuvieron el 72.
Algo de nosotros viajó a aquel año mientras escuchábamos a Anne Waldman y sus poemas de pirotecnia contestataria, pura Generación Beat como cierre. Después, concierto: Steve Reich, György Ligeti, György Kurtág y John Cage. El final: un festejo en El Bosquecillo, de noche cálida, al aire libre, cuarenta y cinco invitados, menú muy económico, casi pobre, más vino que vianda, y el deseo de que todo esto regrese.