Son pocos los hechos externos “sonoros” de la vida de Marcel Proust, nacido en 1871, en Auteuil, a 50 km del centro de París, donde la madre se había refugiado huyendo de la situación bélica: París había capitulado ante el ejército prusiano en enero, y en marzo se iniciaba la insurrección de la Comuna y la posterior y brutal represión; a estos hechos atribuirá luego Proust su mala constitución y su estado enfermizo. Tras un parto laborioso y difícil, nació en un estado de debilidad que hizo temer por su vida; al cabo de dos semanas quedó fuera de peligro gracias los cuidados de Adrien Proust, su padre, prestigioso médico especialista internacional en enfermedades infecciosas, como el cólera.
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Por parte de madre, Jeanne Weil, Proust desciende de dos ricas familias judías relacionadas con la Bolsa, las finanzas y la abogacía, bien situadas en la burguesía israelita de París; Jeanne Weil, como su familia, ha crecido en el seno de una familia culta, que presta atención sobre todo a la música; varios de sus miembros tocan el piano, instrumento del que el joven Proust recibirá lecciones de la madre. Esa cultura musical, pictórica y literaria se puede ver en sus primeros artículos para revistas escolares o para periódicos o revistas de mayor calado.
En esos años infantiles Proust pasa las vacaciones de verano con la familia paterna en Illiers –ahora Illiers-Combray– en homenaje al primer libro de A la busca del tiempo perdido*– y con la materna en Auteuil; de esas dos poblaciones saldrán las primeras páginas de la novela, las noches en que el niño-Narrador espera infructuosamente el beso de la madre, de ahí también extraerá figuras como la tía Léonie (Élisabeth Proust) que, con sus postizos como “vértebras” asustarán a un lector como André Gide, que abandonó en esa página la lectura y recomendó al editor su rechazo del libro. Ahí nace también, en un biscote –en el texto final una magdalena– empapado en el té, la aparición de la memoria retrospectiva que recrea un mundo perdido, pero que esa memoria puede recuperar y recomponer incluso a su manera.
A los 17 años, su pasión amorosa se vuelca sobre dos condiscípulos y amigos, Jacques Bizet y Daniel Halévy, descendientes de los dos músicos famosos de esos apellidos
Su estado enfermizo, sus ataques de asma, le impidieron seguir de forma continuada los estudios en el liceo Condorcet; son clases particulares y su madre las que se hacen cargo de su educación. Pero en ese liceo, a los 17 años, la intensidad de su pasión amorosa se vuelca sobre dos condiscípulos y amigos, Jacques Bizet y Daniel Halévy, descendientes de los dos músicos famosos de esos apellidos, que rechazan de manera rotunda sus insinuaciones. Y al mismo tiempo se enamora platónicamente de una cortesana de altos vuelos, amante de uno de sus tíos, que servirá en ciertos aspectos para el personaje de Odette de Crécy.
Casi al mismo tiempo se inicia su presentación en los salones de la alta aristocracia, desde la princesa Mathilde, heredera del apellido Bonaparte, a la condesa Greffulhe, que, deslumbrado por su elegancia, por sus toilettes, por la teatralidad constante de su presentación en sociedad, le parecerá la mujer más hermosa que nunca había visto. Convertirá los artículos periodísticos que les dedique en ecos de sociedad, en rendida alabanza de ese mundo y de personajes como el poeta y dandy por excelencia de esa Belle Époque Robert de Montesquiou. En ese momento, entre sus 18 y 22 años, Proust es un joven frívolo, seducido por la brillantez de esos ambientes en los que él, como otros jóvenes artistas, es un mero adorno.
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Si no fue un emboscado a conciencia en ese mundo, lo fue su memoria, que a lo largo de A la busca del tiempo perdido va a revivir toda la experiencia interior y exterior de esa etapa. Aunque afirme que “mi experiencia será la materia de mi libro”, el autor sabe que esa materia autobiográfica solo puede servir de base a una mirada sobre el mundo exterior. Y así, desde el primer volumen de la novela, Por la parte de Swann, esa infancia de Combray está revivida, aunque recompuesta, para dar autenticidad al relato.
A finales de la última década del siglo, su primer libro, Los placeres y los días, había dado cuenta de ese jugueteo existencial, en el que es notoria la influencia del movimiento simbolista en la escritura. Pero antes de publicarlo ya ha iniciado lo que se conoce como Jean Santeuil (póstumo), en el que lucha contra el enfrentamiento del mundo exterior e interior; y en los carnets que escribe unos diez años más tarde, prosigue esa búsqueda: lo que conocemos como Contra Sainte-Beuve es la segunda escaramuza por encontrar un lazo de unión entre los dos mundos: en esos cuadernos, junto a fragmentos narrativos aparecen “artículos” de respuesta a la teoría biografista del crítico, Charles-Augustin Sainte-Beuve (fallecido en 1869), a la que opone la idea del yo interior, única herramienta para el análisis de una obra.
El Narrador llega a la conclusión de que el cumplimiento de la vida es para él su dedicación a la escritura
La muerte en 1905 de Jeanne Weil, golpe muy cruel para el hijo, supone cinco años de silencio en los que, a la par de los cuadernos sobre Sainte Beuve, encuentra por fin la solución narrativa: A la busca del tiempo perdido será una especie de catedral con diversas capillas que le permitan ir de lo interior a lo exterior, del retrato de unas clases sociales cuyo único valor es la apariencia a la visión del mundo y del análisis detallado de los sentimientos del protagonista, que hace en los recovecos de su cerebro un análisis de los avances y retrocesos del amor y los celos en los tres últimos títulos de la novela: La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado, los tres póstumos; sin olvidar el remate definitivo de la más alta aristocracia (el duque de Guermantes) que termina por unirse a la más vulgar burguesía (Mme. Verdurin).
Tras los dos primeros volúmenes, la primera guerra mundial frena la publicación de la parte más “externa” de la obra: La parte de Guermantes y Sodoma y Gomorra (1919-1922); el resto habrá de esperar hasta 1927 para ser publicado.
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En las siete “hojas” que forman A la busca del tiempo perdido, Combray abarca la infancia, la vida familiar, las vacaciones, las visitas, con la aparición de un personaje importante en la novela, Charles Swann, un esteta aficionado a Vermeer. Le sigue A la sombra de las muchachas en flor, donde el Narrador adolescente tiene su primer contacto con adolescentes del género femenino que le descubren la pasión amorosa y le introducen en un mundo artístico.
La parte de Guermantes supone el descubrimiento de la “ciudad de las murallas”, de la “inversión”, nombre dado entonces a la homosexualidad, que continúa en el siguiente volumen, Sodoma y Gomorra; el personaje clave de Albertine reaparece en La prisionera, con todo su acompañamiento de amor y celos en el Narrador hasta que la joven muera en un accidente de caballo (La fugitiva).
Por último, en El tiempo recobrado, el Narrador, tras años en una casa de salud, vuelve a París durante la guerra: el mundo de la aristocracia que conoció en la adolescencia se ha desvencijado; ahora son máscaras cuya pintura se ha corrido. Sus antiguas amigas le presentan ya a sus hijas y la idea de escribir su experiencia del pasado, de analizar las relaciones entre los sucesos y las personas, le decide a escribir A la busca del tiempo perdido, el que el lector acaba de leer.
El Narrador llega a la conclusión de que el cumplimiento de la vida es para él su dedicación a la escritura. Quedan lejos sus Salones y sus escasas intervenciones en la vida social francesa: su oposición a las leyes de separación de Iglesia y Estado, sobre todo porque sus amadas catedrales iban a ser desacralizadas y, por lo tanto perdían lo que para él eran: el alma de la Francia del pasado; y su intervención en favor del capitán Dreyfus, condenado por tribunales militares a pesar de estar demostrado que él no había transmitido información secreta a Alemania. Es el hecho “público” más relevante de una vida que a partir de 1905 se había encerrado en una habitación forrada de corcho para escribir la obra más determinante de la narrativa del siglo XX: A la busca del tiempo perdido.
¿Pero qué es lo proustiano?
Son varias las características que pueden calificarse de específicamente proustianas a partir de A la busca del tiempo perdido. En primer lugar, y por su orden más conocido, esa recurrencia a la memoria encarnada no solo en la magdalena, sino también, aunque más alejadas en el libro, en las baldosas mal encajadas, o en el ruido de los cubiertos de una vajilla. No se trata de buscar recuerdos en el cerebro: surgen por sí mismos de un hecho que, a través del tiempo, se repite: la memoria involuntaria. En segundo lugar, esa mezcla de la experiencia propia del Narrador y el mundo que lo rodea, que a Proust le costó casi una década encontrar la manera de encajar narrativamente. Luego, quizá la parte más personal del autor, que llega a incluir como texto narrativo las cartas reales que, cuando ya su relación se ha roto, cruzó con Agostinelli, su chófer y en ocasiones secretario para todo (Albertine, en La prisionera y La fugitiva): el análisis pormenorizado hasta la médula de los sentimientos del amor y los celos, que el Narrador persigue, con vueltas y revueltas, por su cerebro. Y, para terminar, ese concepto de la escritura como consumación de su existencia.
(*) Mauro Armiño es traductor del clásico de Proust con el título de A la busca del tiempo perdido (El Paseo). Así figura en este texto, al igual que los nuevos títulos dados por él a las partes de la obra. En el resto de los artículos, nos ceñimos a los títulos habituales para los lectores.