Conocí a José Saramago en 1982, poco después de que hubiese publicado Memorial del convento, la obra que lo consagró para siempre. Allí, leyéndolo por primera vez, descubrí su extraordinario resplandor narrativo. distinto a todo lo que se hacía entonces en Portugal. Poco después, en una reunión de la Asociación Portuguesa de Escritores, nos encontramos e intercambiamos unas palabras que marcaron nuestra relación para siempre. Nunca dejamos de ser amigos cercanos, ni siquiera cuando fue galardonado con el Premio Nobel, pues él interpretó ese reconocimiento como un elogio a la lengua y a la literatura portuguesas.
Gracias a Saramago, además, aumentó en nuestro país el prestigio del escritor, de la literatura y de la lectura, de modo que su nombre se convirtió en símbolo de éxito en un país que, como lamentó Eduardo Lourenço, está ávido de reconocimiento y visibilidad a nivel internacional. Que tuviera orígenes humildes, y que hiciera de esa condición uno de los aspectos esenciales de su testimonio de vida, resultó, además, trascendental para los jóvenes creadores.
Y, sin embargo, aunque sigue ejerciendo una gran fascinación sobre lectores y narradores, no cuenta con demasiados epígonos. Mientras Antonio Lobo Antunes nutre a innumerables seguidores porque es fácil remedar la música de sus frases y su construcción narrativa, Saramago es un creador de fábulas, imposible de imitar, ya que esa asombrosa capacidad fabuladora se tiene o no. Su legado, pese a todo, es hoy la piedra angular de la nueva literatura lusa, porque creyó en sí mismo y trabajó contra todo y contra todos hasta erigir una obra literaria de primera magnitud.
En un país tan inseguro como Portugal, un Nobel como Saramago es para los jóvenes un estímulo, una referencia y un orgullo
Y aunque somos escritores muy diferentes, en algunos aspectos mi obra trascurre muy cerca de la suya. Uno de ellos es el hecho de que, a nivel de personajes, los perdedores dominan el punto de vista del relato. También mis creaciones, como las suyas, son figuras levantadas del suelo. Y ambos desafiamos las instancias del poder como una forma de reclamar una mayor justicia. Pero la forma de hacerlo es muy diferente. Los instrumentos de Saramago son más claros y completos, porque siempre escribió con los ojos abiertos, como si necesitara una revisión. Yo, en cambio, pertenezco al grupo de escritores que escanean el presente con los ojos cerrados y acaban golpeándose contra los árboles.
En un país que no es expansivo y sí muy inseguro, tener un Premio Nobel de Literatura como él es para los más jóvenes un estímulo, una referencia y un orgullo. El Nobel recuerda a nuestros jóvenes que un triunfo tan alto quiebra el determinismo y deja abierta la puerta al milagro. En este sentido, el mensaje de El viaje del elefante es un verdadero desafío: cómo él mismo decía, siempre llegamos al lugar donde se nos espera.
Él lo hizo escogiendo como protagonistas a los desheredados sin pan en los bolsillos, que cobran relevancia por su resistencia y su coraje. Puede decirse que su formación política marxista fue decisiva en este diseño literario, aunque creo que la razón es otra: Saramago fue ante todo un humanista, un hombre compasivo que creó fábulas para anunciar un cambio necesario en las relaciones humanas. Y creo que lo hizo por su temperamento generoso, que siempre combinó con un voluntarismo inquieto.
La literatura fue su medio para reivindicar una armonía que nos es ajena. Quizá por eso, a menudo le oímos decir que no escribía por la literatura, sino por las causas, aunque hiciera esa afirmación muy interesante, sólo aparentemente contradictoria y, en todo caso, muy hermosa, escribiendo alta literatura. De hecho, la mejor literatura a menudo ignora la circunstancia literaria.
La escritora Lídia Jorge, amiga personal de Saramago, es autora de 'La costa de los murmullos'.