Intimismo, autobiografía y autoficción nutren la obra narrativa de Milena Busquets (Barcelona, 1972), compuesta por dos relatos novelescos (También esto pasará, 2015, Gema, 2021) a los que ahora añade un dietario, Las palabras justas.
Las anotaciones, bastante regulares, se extienden durante doce meses, de Reyes al fin de año, inscritos en la pandemia de la Covid, aunque, a diferencia de otros autores de esas fechas, para nada influya el problema sanitario en lo referido. Salvo por la diferencia en el género cultivado, muy poco difieren estas anotaciones de la cotidianeidad –rememorando el título de Azorín, podríamos decir que estos primores de lo cotidiano– de los libros anteriores de Busquets: el mismo ambiente de clase selecta y acomodada (aquí con apurillos económicos), idénticas inquietudes (familiares, sentimentales, culturales) y una libertad en las opiniones que campea como un estandarte.
Advierte Busquets explícitamente, además, la condición literaria de una escritura abocada a un estatus público. No acepta lo que dicen otros colegas, que el registro del día a día sea un ejercicio destinado a la privacidad. Así lo asegura: ningún escritor, ni el más cándido o bobo o puro piensa que no se publicará. Y es que a Busquets no le hace falta excusa alguna para garantizar la manifestación libre y sincera de sus ideas.
En efecto, sus pareceres se explayan con juicios personales y con frecuencia a contracorriente acerca de buen número de asuntos. Habla mucho de la familia, de la madre, la editora y escritora Esther Tusquets, sin mencionar el nombre, del padre, de maridos e hijos, de amistades, y lo hace siempre al margen de la mentalidad del privilegiado grupo al que pertenece. También apunta sus gustos y caprichos, en indumentaria, por ejemplo. En todo rezuma franqueza.
Sin retórica, Milena Busquets presenta una confesión desinhibida que propicia la reflexión del lector
No podía faltar, en la persona culta que el diario evidencia, el reflejo de la literatura y del propio arte literario. Especial gracejo tiene el censo empírico de media docena de tipos de lectores, desde las mujeres que se identifican con la autora hasta el loco de atar. Mayor interés poseen las referencias a las condiciones para escribir, si ayuda el sentirse feliz o paraliza el sentimiento de desgracia; si debe hacerse bajo el peso de las emociones volubles o con la cabeza fría. También pone bajo la lupa a los escritores, a quienes dedica apuntes desmitificadores (su modestia es siempre falsa modestia; los que escriben porque no saben hacer otra cosa tampoco saben escribir).
Pero estos asuntos y algún otro más, la vivencia del tiempo, por ejemplo, quedan en un segundo plano al lado del gran motivo del diario. Por decirlo con la palabra exacta que Busquets utiliza, su código genético enamoradizo. Las notas aclaran cuánto le gustan los hombres, qué experiencias ha tenido, qué resultados se siguieron y cómo vive en un permanente desasosiego emocional.
[Milena Busquets y la aventura de vivir]
Esta continuada y algo desesperante pulsión se centra, en el presente del diario, en las incertidumbres surgidas de la relación con un hombre veinte años más joven. No faltan rasgos del idealismo sentimental romántico, pero las cosas del corazón no conocen un hiato con el arrebato erótico en este relato de amor. Y tras todo ello planea uno de los grandes enigmas de la vida: el instinto que brega por alcanzar la felicidad.
Sin retórica, con las palabras justas anunciadas por el título, presenta Busquets una confesión desinhibida que propicia la reflexión del lector. Pero no deja de ser una obra bastante menor y de escasa ambición. Es hora de que emprenda otro vuelo, de que salga del bucle ensimismado donde ha jibarizado su indudable capacidad de narradora con voz personal.