Marte está de moda. Series documentales y de ficción invaden nuestras pantallas con historias posibles e imposibles de colonización, terraformación y conquista del planeta rojo. Los programas espaciales de empresas privadas como la liderada por el millonario Elon Musk o la Virgin han puesto el ojo en Marte, decididas a poner también el pie en sus polvorientas llanuras antes que nadie. Desde 1998, la Mars Society, fundada por Robert Zubrin, asociación internacional sin ánimo de lucro que se extiende por todo nuestro planeta, aboga a través de prensa, congresos, libros, cursos y páginas web por el establecimiento en Marte de colonias humanas a largo plazo.
Para Daniele Porretta, arquitecto y profesor de historia del diseño, obsesionado por el papel que el cuarto planeta en orden de distancia al Sol ha ocupado y ocupa en el imaginario humano, desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, este se ha convertido en una nueva utopía, capaz de traer aires de esperanza a una Tierra en permanente modo distópico, en el que nos hemos acostumbrado a vivir, aún a sabiendas de que su fecha de caducidad, al menos como hábitat deseable para nuestra especie, se encuentra quizá más próxima de lo que quisiéramos.
Por supuesto, la utopía marciana también corre el riesgo de, según se aproxima su concreción, convertirse en lo contrario, obedeciendo a esa ley todavía no formulada, que yo sepa, pero que debería rezar algo así como: “Toda utopía se transforma en distopía en proporción directa a su mayor posibilidad de realización”. La energía utópica positiva se disipa, generando energía distópica negativa según se aproxima su posible aplicación real.
[Marte: historia de nuestro futuro hogar]
Para cuando los programas espaciales privados, funcionando según los principios del neoliberalismo capitalista, con o sin complicidad de los gobiernos, hayan erigido las primeras ciudades-cúpula en Marte, probablemente el planeta reproduzca en condiciones extremas las mismas o peores desigualdades económicas, laborales y sociales que caracterizan nuestra distópica Tierra del siglo XXI.
Y es que Marte, al menos para la literatura, el cine y la cultura de masas, siempre ha sido más un espejo del hombre que una bola de cristal para adivinar su futuro, como bien señalara el mismísimo Ray Bradbury, autor de Crónicas marcianas (1950).
Canales y tentáculos
En 1877, cuando Marte se encontraba en perfecta oposición perihélica y más próximo a la Tierra, el astrónomo italiano Schiaparelli pudo trazar los primeros mapas detallados del planeta. En ellos aparecían, atravesando buena parte de su superficie, una serie de líneas cruzadas que el científico denominó canali.
Porretta, también italiano, puntualiza cómo los famosos “canales marcianos” que parecían demostrar que el planeta estaba o estuvo habitado por seres inteligentes, son producto de un equívoco lingüístico: en italiano canali no tiene ninguna connotación de construcción artificial. El propio Schiaparelli se mostró muy cauto, dando a entender que podía tratarse de surcos o accidentes geográficos naturales. Sin embargo, al traducirse al inglés como canals en lugar de channels o grooves, el término les atribuía de inmediato origen artificial, obra de la ingeniería.
El orientalista y astrónomo aficionado americano Percival Lowell acogió la idea con entusiasmo, consagrando su vida a defender la existencia de vida inteligente en Marte. Los canales serían prueba del esfuerzo marciano por combatir la desertización, creando acuíferos artificiales.
Pronto, casi todos los escritores de fantasía científica dieron por bueno el “descubrimiento”, así como el hecho de que la civilización marciana estaba en decadencia, si es que no prácticamente extinguida, debido al recrudecimiento de las condiciones del planeta.
Este es el motivo por el que los marcianos de H. G. Wells invaden la Tierra en La guerra de los mundos (1898). Con ella quedaba instaurado el subgénero de invasiones alienígenas (durante mucho tiempo “extraterrestre” fue prácticamente sinónimo de “marciano” y viceversa), que en manos de Wells se transformaba en una experiencia terrorífica para los lectores, siguiendo paso a paso la imparable conquista de aquellos implacables seres vampíricos, altamente evolucionados, pero de aspecto repulsivo y tentacular, a bordo de sus trípodes producto de una tecnología superior a la humana.
Sin embargo, se erigía también al tiempo en parábola moral contra el colonialismo occidental, obligando a sus contemporáneos a experimentar el pavor y el horror de ser aplastados por una civilización más avanzada, como había ocurrido con los pueblos autóctonos de África, las Antípodas, Asia o las Américas ante la llegada del hombre blanco, con sus ejércitos y misioneros.
La guerra de los mundos ofrecería durante casi todo el siglo XX el modelo “negativo” de la posibilidad de vida en Marte y, por extensión, en cualquier otro astro del Sistema Solar o la galaxia. A través de la radio, cuando Orson Welles sembró el pánico con su versión dramatizada en 1938; del cine, con las puestas al día primero de George Pal y Byron Haskin con el filme de 1953, en plena Guerra Fría y paranoia del “Terror Rojo” (el color del planeta Marte), y mucho después de Spielberg, en 2005, reflejando el devastador efecto del 11-S; del cómic, convirtiéndose hasta en tebeo Marvel durante los años 70 o, recientemente, en un álbum del guionista Santiago García y el dibujante Javier Olivares, publicado por Astiberri, que invierte la ecuación, incidiendo en la denuncia del colonialismo; de la música pop, con la ópera rock de Jeff Wayne en 1978 y, por supuesto, de las series, llegando casi a solaparse una adaptación de la BBC situada en la época eduardiana con otra producida por Fox y llevada al mundo actual, ambas estrenadas en 2018.
Frente a esta visión entre xenófoba y anticolonialista, pero en la que Marte y los marcianos son siempre una amenaza, encontramos la opuesta: una mirada al escenario marciano a veces utópica, a veces no tanto, pero cargada siempre de emociones positivas, a veces incluso revolucionarias o místicas.
Para Edgar Rice Burroughs, siguiendo el camino abierto por Edwin Lester Arnold con su novela pionera Gulliver of Mars (1902), el planeta rojo es una nueva frontera que reproduce la entonces ya agotada del Oeste Americano. Su héroe John Carter, presentado en Una princesa de Marte (1912), protagoniza interminables aventuras de capa y espada en los amplios espacios del planeta, entre nativos gigantes de cuatro brazos, atractivas princesas y todo tipo de monstruos y razas, en un despliegue de exotismo, heroísmo viril y fantasía desbordante. Cien años después, sus hazañas serían llevadas al cine en John Carter (2012), inmerecido fracaso de taquilla.
Su camino (o su canal) sería seguido por multitud de autores de la era pulp de la ciencia ficción: Otis Adelbert Kline, Clark Ashton Smith, Stanley G. Weinbaum o la escritora y guionista Leigh Brackett, que ilustraron literariamente un Marte exótico y decadente, peligroso pero fascinante, poblado por criaturas dignas de Las mil y una noches. Algo de ello quedaría todavía en la estupenda Fantasmas de Marte (2001) de John Carpenter.
Mientras, los soviéticos se tomaron literalmente lo del “planeta rojo”. Aleksándr Bogdánov, científico y filósofo ligado al nuevo régimen revolucionario, enviaba sus héroes a Marte en Estrella roja (1908), donde encontraban una utopía comunista tan perfecta que llegaba a parecerles casi irrealizable en su mundo de origen.
Por el contrario, en la más famosa Aelita (1923), de Alekséi Tolstói, son los astronautas rusos, especialmente el soldado retirado Gusev, quienes intentan derrocar el obsoleto gobierno marciano, en una aventura extraña y metafísica, que bebe también en Burroughs y en la Teosofía de Madame Blavatsky, con sus teorías de la Atlántida. Gran parte de esto se perdería en la versión cinematográfica de Yakov Protazanov, estrenada en 1923, justamente alabada por su diseño de producción y vestuario, de inspiración constructivista y cubo-futurista.
Pese a todo, será el Marte invasor el que predomine en el imaginario colectivo, gracias al cine de ciencia ficción americano de los años 50, contagiado de paranoia y anticomunismo, surgido en plena fiebre OVNI. Aparte de La guerra de los mundos, el ataque marciano incluye Flying Disc Man from Mars (1950), Flight to Mars (1951), Red Planet Mars (1952), Invaders from Mars (1953), la aportación británica: Devil Girl from Mars (1954), It! The Terror from Beyond Space (1958), The Angry Red Planet (1959), The Day Mars Invaded Earth (1962), The Wizard of Mars (1965), Queen of Blood (1966)…
En todas, tanto si son ellos quienes vienen a la Tierra como si somos nosotros quienes visitamos su planeta, la naturaleza de los marcianos es habitualmente siniestra, cuando no maligna, capaces hasta de secuestrar a Santa Claus en Santa Claus Conquers the Martians (1964).
Muchas otras películas de invasión extraterrestre de origen desconocido se identificaban tácitamente en la mente del espectador con Marte y sus marcianos. Un tópico que el gran escritor Frederic Brown parodiaría con su clásico satírico Marciano, vete a casa (1954), llevado al cine en 1989. No tardarían en hacerle caso.
El desencantamiento de Marte
Como señala Porretta en La otra Tierra, cuando en 1965 se recibieron las primeras imágenes de la superficie marciana, tomadas por la nave-sonda de exploración Mariner 4, comenzó también el rápido e inexorable final de la visión romántica de Marte, negativa o positiva. Los canales eran tan imaginarios como los tentáculos de los marcianos de Wells. Marte, al menos la porción fotografiada y cartografiada por la NASA, era un lugar tan inhóspito como la Luna. Polvo, cráteres, desiertos.
Tras las naves Viking 1 y Viking 2, que alcanzaron el planeta rojo en 1976, culminando con éxito numerosas pruebas sobre el terreno, la pregunta de David Bowie recibía rotunda respuesta: no hay vida en Marte. Más aún: era altamente improbable que la hubiera en el pasado, aparte de quizás microorganismos celulares o bacterias. Ni siquiera arañas, Ziggy. Adiós a los monstruos de ojos saltones y a las princesas exóticas.
Entre la depresión económica, el final de la Guerra Fría con su carrera armamentística, las críticas a sus fracasos y lento avance, así como, sobre todo, a las inversiones multimillonarias que no parecían ir a ninguna parte, los programas espaciales de la NASA quedarían prácticamente abandonados entre los años 80 y primeros 90 del pasado siglo. A buen seguro, las promesas incumplidas del planeta rojo también contribuirían a ello (algo que refleja inquietantemente el thriller conspirativo Capricornio Uno [1977], de Peter Hyams). Era hora de cambiar la perspectiva: si Marte no podía invadirnos, habría que pensar cómo invadir nosotros Marte.
Mientras el cine seguía con sus hombrecillos verdes, la literatura de ciencia ficción más avisada ya hacía tiempo que había empezado a especular con la idea de colonizar un Marte agreste, sin vida (al menos sin vida inteligente) y de condiciones extremas, pero que, siendo todavía el planeta más parecido y próximo a la Tierra, ofrece la perspectiva más factible de exploración y explotación.
En su novela Las arenas de Marte (1951), Arthur C. Clarke describe el establecimiento de una colonia humana en el planeta. Basándose en los conocimientos que se tenían en su momento, la vida marciana se limita a plantas y a una especie animal similar a los canguros, de inteligencia muy elemental. Clarke especula con la utilización de cultivos vegetales para incrementar el contenido de oxígeno de la atmósfera marciana y con planes científicos para convertir Fobos, una de las lunas de Marte, en un sol capaz de calentar a su vecino hasta hacerlo habitable. Todos estos proyectos se llevan a cabo de espaldas a la Tierra, con la que se prevé tarde o temprano el conflicto. El protagonista aceptará convertirse en una especie de relaciones públicas de la colonia, a fin de vender terrenos a los nuevos colonos.
No es raro que, muchos años después, en 1996, el mismo Clarke escribiera el prólogo al libro The Case for Mars de Robert Zubrin, citado fundador de la Mars Society, editado en España como Alegato a Marte (Neverland, 2013). Con estilo e intenciones totalmente distintas, también las Crónicas marcianas de Bradbury muestran una colonización de Marte muy alejada de las fantasías épicas, místicas o imperialistas del pasado, para convertirse en melancólica y profunda reflexión sobre el American way of life, su mitología y sueños imposibles.
En su relato Al estilo marciano (1952) Isaac Asimov planteaba cuestiones más próximas a Clarke, a partir de las peripecias de dos “basureros” espaciales que recogen desechos flotantes entre la Tierra y Marte, reutilizados por los colonos marcianos, para disgusto de los políticos terrestres. La situación acabará llevando a un enfrentamiento cuyas consecuencias serán un mayor alejamiento entre la colonia y la Tierra, así como la búsqueda de soluciones para que los nuevos marcianos puedan independizarse por completo de su antiguo planeta.
Estas historias pioneras son la antesala de la fiebre por la terraformación del planeta rojo, ejemplificada por la trilogía de Marte de Kim Stanley Robinson (1992-1996), que pronto se convertirá en serie de televisión, o por la novela de Greg Bear Marte se mueve (1993), situada en un futuro más lejano y políticamente complejo, en el que la Tierra y su vecino rojo acaban por declararse prácticamente la guerra.
Este tipo de argumentos recogen parcialmente la tradición utópica marciana, pues la sociedad establecida por los colonos sobre el nuevo planeta suele ser más justa y progresista (o casi anarquista, como en la novela de Bear), que la de nuestra decrépita y autoritaria Tierra, situación prefigurada en obras como Pistolero Cade (1952), de Cyril Judd (pseudónimo de Cyril M. Kornbluth y Judith Merrill) donde el protagonista, miembro de la casta de pistoleros que sirve incondicionalmente al totalitario gobierno terrestre, acabará por apoyar la lucha marciana por la libertad. El reloj marciano parece haber recorrido todo su dial, volviendo a señalar al planeta rojo como objetivo utópico de nuestro futuro más o menos próximo.
La reconquista de Marte
Tras la congelación y ralentización de los programas espaciales gubernamentales más importantes, con la NASA a la cabeza, la posibilidad de poner exploración espacial y viajes interplanetarios a disposición del mercado, dejándolos en manos de empresas e industrias privadas, se ha convertido en realidad.
A su vez, esta declarada nueva “carrera espacial de los billonarios”, como empieza a ser conocida, ha espoleado los programas aeroespaciales nacionales y estatales, de la Unión Europea a China, con Estados Unidos siempre al frente, haciendo que en las últimas décadas la exploración de Marte se haya convertido en objetivo prioritario.
Los resultados y datos aportados por misiones no tripuladas como Mars Odyssey (2001), Mars Express (2003), Mars Reconnaisence Orbiter (2005), Phoenix (2007) y más recientemente por Curiosity (2011), MAVEN (2014) o Insight, que aterrizó con éxito en la superficie marciana el 26 de noviembre de 2018, han reabierto el apetito de la imaginación humana por la utopía planetaria.
[Ingenuity, a la conquista de Marte]
Las noticias sobre la posible presencia de microorganismos, de altas cantidades de metano (que pueden propiciar la vida, aunque no necesariamente) y de agua congelada bajo la corteza del planeta, apoyan las especulaciones sobre una hipotética terraformación, menos improbable de lo que se podía pensar. A todo ello, se ha venido a sumar el clima apocalíptico y distópico que domina el imaginario y, por desgracia, buena parte de la realidad de nuestro propio mundo: calentamiento global, contaminación, superpoblación, agotamiento de los recursos naturales y las fuentes de energía… El vuelo a las estrellas, pero, sobre todo, a nuestro más próximo vecino, se ofrece como tentadora solución a la decadencia y muerte de la Tierra.
Como reflejo de esta situación, pero también como actor principal en la misma, el cine, las series y documentales sobre Marte se multiplican. Al calor del proyecto Mars Odyssey, en 2000 y 2001 coincidieron en los cines Misión a Marte de Brian De Palma, Planeta rojo, de Anthony Hoffman y la citada Fantasmas de Marte, estas dos últimas mostrando la terraformación del planeta (como hiciera ya en 1990 Desafío total), así como la fallida producción española Náufragos, escrita por el autor de ciencia ficción Juan Miguel Aguilera.
En 2015, Marte (The Martian) de Ridley Scott, según novela de Andy Weir, se convertía en moderno ejemplo de “robinsonada” marciana, canto a la naturaleza humana y su espíritu de supervivencia, con el curioso antecedente de la simpática Robinson Crusoe de Marte (1964).
Significativamente, tres títulos en rápida sucesión dan por sentada la colonización de Marte y la progresiva emigración terrestre a sus territorios, con los conflictos emocionales y personales que conlleva: la británica Settlers (2021) se construye sobre el modelo del wéstern y los pioneros aislados, sometidos a los elementos, mientras que Un espacio entre nosotros (2017) y Moonshot (2022), son “dramedias” juveniles sobre las relaciones entre los adolescentes que nacen, crecen o se instalan en Marte y sus orígenes terrestres. El “realismo” y familiaridad con que estos filmes muestran la vida marciana parecieran publicidad para los proyectos de Elon Musk, Jeff Bezos, Richard Branson o la Mars Society.
Lo mismo puede afirmarse de la invasión reciente de series “marcianas”: The Expanse (2016), el docudrama Mars (2016), la francesa Missions (2017), The First (2018) y Away (2020), o la cancelada versión en imagen real del anime Cowboy Bebop (2021). Aunque el próximo perihelio que aproxime el planeta rojo a la Tierra culminará en 2035, en nuestro imaginario colectivo Marte está ahora más cerca que nunca.
El temor del autor de La otra Tierra es que esta obsesión, tan escapista como capitalista, signifique el abandono de nuestro propio planeta madre a la ruina, la pobreza y la extinción de quienes seguramente no podremos pagarnos, no ya un terrenito con piscina, sino tan siquiera unas cortas vacaciones en Marte.
Acompañar a Daniele Porretta en su conciso viaje por el planeta rojo es viajar también a través de los miedos, sueños, esperanzas y pesadillas de la humanidad. Como ya decía, presa del espanto, el bueno del Dr. Quatermass en ¿Qué sucedió entonces? (1967), al descubrir que la especie humana era producto del experimento de cruce biológico con los antiguos, insectiles y agresivos moradores de Marte: “¡Nosotros somos los marcianos!”.