Crecer junto a cuatro hermanas y “una madre guerrera” han forjado la personalidad de Jaime de los Santos (Madrid, 1978), senador autonómico en la Asamblea de Madrid y ex consejero de Cultura durante el mandato de Cristina Cifuentes en la Comunidad. Nos recibe en el Salón de Pasos Perdidos del Senado para una entrevista por la promoción de su primera novela.
Si te digo que lo hice (Espasa) es la historia descarnada de Elvira, madre de cuatro hijas, nieta de un monárquico, hija de un loco y, para colmo, mujer en la posguerra, donde el sexo femenino estaba sometido a una educación castrante, marcada por las directrices de la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera.
Por suerte, “vivo en un gineceo permanente”, celebra, y esta novela es un homenaje a todas aquellas madres que sobrevivieron al desprecio de un régimen “que se hizo con el gobierno de forma ilegítima”. Su licenciatura en Historia del Arte patentiza en esta obra la vecindad entre ambas disciplinas. No en vano, el autor aprovecha la conmovedora experiencia vital de su protagonista para reivindicar la belleza como redención.
Al mismo tiempo, Si te digo que lo hice es una tentativa más por la conservación de la memoria a través de la literatura. Narrada en primera persona femenina, la influencia de Lorca palpita en cada página y se refleja en una prosa de tono lírico “no deliberado”, según confiesa el autor. Por otro lado, Galdós se manifiesta por su inagotable conexión con Madrid, ciudad donde se ambienta la novela, y por la referencia de Marianela en un hermoso pasaje.
Pregunta. Es una novela dura que acontece en una época sobre la que se ha escrito mucho. ¿Dónde nace esta historia y qué le empuja a escribirla?
Respuesta. Cuando acabé Historia del Arte, me interesó mucho la primera década de la posguerra y la recuperación de los tesoros artísticos españoles. Me fascinó una fotografía de la Cibeles envuelta en su totalidad por todos esos armazones de ladrillo y sacos para protegerla de las bombas. Es muy representativa de Madrid en aquella época: hambre, tifus y una ideología política que extiende sus garras sobre la ciudad y sus desheredados: mujeres, homosexuales, rojos y monárquicos. Sobre los últimos se ha escrito muy poco, pero se quedaron en tierra de nadie.
P. ¿En qué momento decide que la voz narradora sería una mujer?
R. Desde que mi editora me propuso escribir esta novela, no he leído ninguna otra escrita por hombres. Necesitaba coger el tono a la voz de mujeres como Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet o Maggie O’Farrell. Luego dudé en usar la primera o la tercera persona pero, como lector, me llegan más las emociones de los personajes cuando las cuenta la persona que las siente. Quería hablar desde lo que yo supongo que está en el interior de una mujer de estas características. Tanto que la novela se iba a llamar “Oyama”, que son los actores que juegan el rol de mujer en el teatro kabuki japonés. Yo soy un oyama en esta novela y Cristobal, el compañero de Elvira que la inicia en el mundo del arte, tiene un oyama colgado en su casa.
P. Hay un momento en que leemos: “Me resisto a abandonar esta tierra”. Se advierte una relación de pertenencia extrema de la protagonista con sus orígenes a lo largo del texto. A pesar de que es una novela madrileña, se advierte una evocación rural.
R. ¡Claro! Es que Madrid era un pueblo y me apetecía reflejarlo. He crecido escuchando historias sobre aquel Madrid donde pasaban cosas terroríficas, pero también mis recuerdos de la infancia me han servido a la hora de hablar de ese Madrid bajito con su musgo en la Plaza Mayor y el olor a castañas asadas. También he oído siempre a mi padre hablar de cómo jugaban al fútbol en los descampados de lo que hoy es Avenida de América. Estas sensaciones son de todo menos cosmopolitas.
P. Las cinco hijas de Elvira representan “cada uno una victoria”. Hay un evidente interés por la maternidad que tiene mucho peso en la novela.
R. Me han dicho mis hermanas que alucinaban con determinados detalles vinculados a la sexualidad femenina. En la maternidad hay toda una realidad que va de lo más primitivo a lo más emocional, pero en la dictadura obligaron a enclaustrar todo lo que se salía de la norma y de esto tampoco se podía hablar.
P. En este sentido, la novela permite leer entre líneas otro apunte original —tampoco se habla de esto ahora— y, en cierto modo, arriesgado: hay una conciencia de la mujer retrógrada de la época. ¿Cree que se debe al contexto machista de aquellos años?
R. Sin duda. Las mujeres eran las que educaban a sus vástagos porque los machos estaban trabajando. Y nuestra generación sigue siendo víctima de aquella educación. Recuerdo que mi abuela no consentía que un varón como yo quitara la mesa. Yo, que soy gay y nunca me he escondido, supongo que cuando le conté esto a mi madre, intentó no transmitirme ningún sentimiento negativo. Pero ella estaba programada para educarme como varón heterosexual que se casaría con una señora, tendría hijos, le gustaría el fútbol y querría ser ingeniero industrial. Y resulta que me gusta el teatro, soy historiador del arte y encima soy gay. En definitiva, mi posición es clarísima en esta novela y, en este sentido, está insertada en el personaje de Elvira.
P. Entre tanta desazón, hay un respiro para la nostalgia. Por ejemplo, la costumbre obsoleta de velar a los muertos en los hogares donde habían vivido o enterrarlos con un símbolo religioso. ¿Es una reivindicación de la memoria?
R. Esta novela es un homenaje a las abuelas. No para que la lea tu abuela, pero alguien tiene que contar la historia de estas señoras que en veinte o treinta años se van a morir. Lo que hay es una reivindicación del símbolo como parte inherente al ser humano. Dejando que el símbolo se diluya, perdemos parte de nuestra riqueza. Así, Elvira quiere velar a su hermano para devolverle ese derecho de haber nacido en casa.
P. A propósito, hay una posición muy crítica con la moralidad de los años de la posguerra y, sin embargo, un profundo respeto por la religión.
R. Por supuesto. Pero pone de manifiesto ciertas dudas sobre cómo me han transmitido esos sentimientos. Elvira y yo creemos en Dios y vemos en la fe un regalo, pero hay una diferencia fundamental: ella cree por castigo y yo en libertad. Quería que se fusionara mi fe con la personalidad de esas mujeres. Si pretendemos pasar por el filtro del raciocinio la fe y el amor, ni amamos ni creemos. Por eso Elvira necesita creer para amar y ser amada.
P. Por más que sea un libro íntimo sobre la soledad y las ausencias, es interesante el momento del “dolor en las miradas”. ¿Es una denuncia del carácter que arrastra este país desde aquella España profunda?
R. Es que la delación se puso de moda en esos años. En un momento de la novela digo que hay un cacique por ciudad, por barrio, por calle, por escalera y, si me apuras, por casa, si las familias eran numerosas. Es una maniobra magistral del régimen, a través de la que alguien que se autoproclama manda más y llega por capilaridad a toda la sociedad.
P. ¿Cómo ha logrado recrear ese ambiente tan gris?
R. Además de los relatos familiares, la documentación ha sido determinante. He mirado mucho en El Águila, el Portal de Archivos de la Comunidad de Madrid, y en la sección de Archivos de otros medios. Me muero de gusto mirando fotos del Madrid de la época.
P. Está muy presente su formación como historiador del arte en esta novela. La contemplación de El paso de la laguna Estigia, de Patinir, parece reconciliar a Elvira en un pasaje. ¿Es partidario de esa idea que sostiene que la belleza nos salva?
R. A mí sí me reconforta la pintura, una canción o estar sentado en la butaca de un teatro. Por eso Dostoievski aparece desde las primeras páginas. Esa no es Elvira, ese soy yo.
P. ¿No le pareció osado utilizar un tono tan poético en su primera incursión narrativa?
R. Me senté en el ordenador e hice lo que fue saliendo. Soy muy emocional, desde que me levanto hasta que me acuesto, así que cuando me siento al ordenador también. En este caso, esa vehemencia está en los aledaños del concepto poético.