Ningún calificativo le cuadra mejor, me parece, a La Bestia que el de novela mestiza. Su ficticia autora, Carmen Mola, ahora identificada en una sonora maniobra comercial como pseudónimo del colectivo de guionistas integrado por Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero, maneja con agilidad y descaro la mezcla de variadas formas de narración popular. Modelos o influencias antiguos y modernos se amalgaman en la abracadabrante peripecia del libro. En ella resuenan la literatura de cordel y los romances de ciego en su vertiente criminal así como la narrativa de folletín.
Ecos que se perciben, en las espectaculares anécdotas y en los recursos formales, del otrora famosísimo Ponson du Terrail: quizás sea un acto fallido que la propia Mola aplique el adjetivo “rocambolesco” a los sucesos de su obra. A estos vestigios se añade un modelo de gran éxito actual, la novela histórica de suspense y criminal.
El libro se abre con un prometedor indicio, una irónica dedicatoria “A mi madre”, que augura una atractiva veta humorística. Pero las páginas siguientes la desmienten de forma contundente. Un policía “tiene a sus pies los restos de un cuerpo que evocan los despojos de un carnicero”: un brazo descoyuntado unido al cuerpo por un hilo de músculos y carne desgarrada, el muñón de una pierna, un amasijo de carne donde se adivinan las cervicales partidas.
El cadáver debe de pertenecer a una chica de doce o trece años. La gente del pueblo atribuye la degollina a La Bestia, un asesino en serie de niñas que ya ha cometido otras fechorías del mismo corte. El temor se suma a otras desgracias de ese año maldito de 1834, la epidemia de cólera que azota un Madrid miserable con insoportables desigualdades sociales, y la primera guerra carlista.
Esta novela absurda se salda con un compendio de efectismos y trucos que nada tienen que ver con la literatura, sino con el trivial entretenimiento
A partir del aparatoso arranque, los autores se atienen encantados a los recursos más llamativos del relato popular. El policía y un amigo periodista emprenden la audaz aventura de localizar a una niña desaparecida. En sus andanzas se irán enredando como en un racimo de cerezas peripecias espeluznantes, más muertes y misterios. En las páginas aparecen con densidad acumulativa sociedades secretas, conspiradores, canallas, un monje guerrillero, un ministro asesino, una perversa aristócrata impostora, pobres gentes aterrorizadas…
Para contrarrestar semejante violencia, la historia se contrapesa con gotas de ternurismo que producen estampas dickensianas de compasión infantil. Todo ello ahormado en uno de los recursos básicos del folletín, la búsqueda de efectos proyectivos que, por gracia del narrador omnisciente, permiten asociar aquel annus horribilis con la actual pandemia.
Elemento fundamental de La Bestia es el ritmo trepidante de la acción. Acción que se soporta en personajes esquemáticos, buenos y malos. Abundan los que no son como parecen y los autores practican sin recato el arte del engaño, amén de desprenderse de presuntos protagonistas según les viene en gana. Esta novela absurda se salda con un compendio de efectismos y trucos. Nada tiene que ver con la literatura sino con el puro y trivial entretenimiento.