Cuando un planeta nuevo cuaja en el firmamento literario altera el juego de las formas gravitatorias, de manera que durante un tiempo apenas puede escribirse sin sentir su presencia, sin posicionarse ante su masa, sin alterar la órbita prevista. La irrupción del planeta Dostoievski provocó tal conmoción en el sistema literario que la lista de autores influidos por sus novedades y desafíos (que no pueden evitar tenerle en la mente mientras escriben, interponiéndose en su trabajo) es a finales del XIX, y durante el siglo XX, tan numerosa que resulta inmanejable. Quizás uno de los mayores homenajes que un novelista puede ofrecerle a otro sea cuando interrumpe su narración ya lanzada para ponerse a discutir la obra del maestro, como cuando Proust detiene el lance amoroso entre su Narrador y Albertine porque ya no se aguanta más, necesita expresar (en su propio libro) la grandeza de Dostoievski. La noticia más bien sería quién se libró de su influencia.
La herencia de Dostoievski es variada y afecta a registros distintos del esfuerzo literario. En primer lugar tenemos la mezcla de temas sociales (sus humillados y ofendidos) con ambiciosas perspectivas morales, casi metafísicas (el crimen, el perdón, el mal, la humillación…), una combinación irresistible. El segundo lugar nos encontramos con unos narradores únicos, testigos laterales de la acción, que alternan con gran habilidad (y algo de capricho) la ocultación tras la intensa cortina de las escenas, con fulgurantes intervenciones, a menudo relacionadas con la materialidad y los tempos de la propia escritura. En tercer lugar la técnica propia de Dostoievski: una continua discusión de los personajes entre sí, e incluso ellos mismos, tratando de apresar la danza cambiante entre las ideas, los objetivos y las emociones.
¿Qué queda de todo este material novedoso casi sobrepasado el primer tercio del siglo XXI? Las respuestas son también variadas. Su influencia sobre la manera de encarar a los narradores de una novela se ha perdido casi por completo, si bien es cierto que ya en su momento fue el aspecto menos penetrante de su poética. Los escritores de nuestro tiempo parecen decantarse por un narrador o bien aséptico (una voz neutra, átona) o bien sentimental, deseoso de refrendar el supuesto sentido común del lector. Apenas queda espacio para narradores de la estirpe de Los demonios o Los hermanos Karamázov.
La lista de autores influidos por las novedades y desafíos que plantea la literatura del genio ruso es tan numerosa que resulta inmanejable
Otro de los aspectos de Dostoievski que parece perdido es el de su “pasión”, socavada por dos críticas complementarias: el hastío por un exceso de sentimentalidad, y la acusación de resolver cuestiones de calado filosófico e interés común y social en personajes con caracteres extremos, que rozan la patología, alejados del ciudadano promedio. Juan Benet contaría entre los escritores (y lectores) que contemplan el sentimentalismo de Dostoievski como un barro que bloquea los caminos que sus otros talentos abren.
Mientras que Nabokov se situaría en la punta de lanza de quienes consideran que la excepción extremada de sus personajes, casi patológica, desplaza el interés de sus novelas hacia una extravagancia excesiva.
Ambas acusaciones ofrecen flancos matizables (¡y rebatibles!) pero son valiosísimas para los propósitos de este artículo en la medida que señalan la orientación de los tiempos. Quizás el último gran novelista que ha firmado obras maestras con el tono emocional de las grandes novelas de Dostoievski haya sido Kenzaburo Oé, en la década de sus primeros logros (Una cuestión personal o El grito silencioso). Pero también su novelística ha ido enfriando el tono hacia atmósferas más nostálgicas que turbulentas.
Podría decirse que la herencia de Dostoievski sigue viva, pero que el material transmitido se ha ido enfriando, se le ha retirado la fiebre, sus logros se exponen ahora templados, con una mayor conciencia por parte del novelista de nuestro siglo de estar empleando sus técnicas para fines propios, sin arrastrar los tonos emocionales que suponían un auténtico contagio (o una suerte de posesión, si se prefiere emplear una terminología más afín a los Karamázov) para tantas levas de novelistas.
La influencia de Dostoievski debe buscarse en una concepción de la novela dispuesta a discutirse a sí misma, que no camina de manera directa hacia una conclusión decidida de antemano (¡y reiterada en las entrevistas!), sino tras un intenso forcejeo entre posiciones, derivado de la situaciones, incluyendo las propias dudas y cambios de opinión de un mismo personaje, ante sí mismo o los demás.
Su influencia debe buscarse en una concepción de la novela dispuesta a discutirse a sí misma, que no camina hacia una conclusión decidida de antemano
El dinero, la tensión entre la libertad y las imposiciones sociales, la acción bondadosa, las presiones de clase… son algunos de los temas que Belén Gopegui aborda en sus novelas con el mismo ánimo discutidor que Dostoievski; como si fuese una cortesía ineludible dejarle al adversario de las propias posiciones las mejores frases o recoger el desgaste o las contradicciones que suponen las opciones vitales y políticas que al autor le resultan más simpáticas. El padre de Blancanieves o El comité de la noche parecen recoger lo más esencial de Dostoievski expurgado de los excesos sentimentales y de las personalidades extremas.
En la así llamada escena internacional quizás sea Coetzee quien mejor haya metabolizado la herencia del “maestro de San Petesburgo”, a quién dedicó una novela demasiado gélida y metaficcional para confundirse con una de Dostoievski, una pista falsa. Coetzee, gran vampirizador de imponentes legados estéticos (como los de Kafka o Naipaul) parece apropiarse de Dostoievski en el último tramo de su obra. El Dimitri que aparece a mitad de su “trilogía de Jesús” para dinamitar el tono más bien sosegado con el que avanzaba la narración e introducir reflexiones entusiastas, contradictorias y briosas, sobre el mal y la humillación, el crimen y el perdón, ¿puede ser otro que Dimitri Karamázov, el diablo que merece su Jesús? ¿Y que otro papel juega Elizabeth Costello sino es el de discutir los parámetros de los libros que la contienen?
En novelas como las de Gopegui o las de Coetzee, en otro tono y con otros propósitos, casi podemos oír la voz de ese narrador que después de ochocientas páginas siente que no puede entretenerse ni desviarse más porque su tarea sin fin, sin miedo a rebatirse, es dar cuenta de tanta complejidad como sea posible.