Martín López-Vega (Poo de Llanes, 1975), ha sido librero (en La Central), editor (en Vaso Roto) y crítico literario. En la actualidad es director de Gabinete de Dirección del Instituto Cervantes. Ha traducido poesía del portugués, inglés e italiano y acaba de publicar una antología de Li Bai. Poeta en asturiano y autor de obra en prosa, tanto viajera como ensayística, reunió sus libros de poemas en El uso del radar en mar abierto. Poesía 1992-2019.
En “Tema de redacción”, un significativo poema de Egipcíaco (entre el linimento y los huidizos padres del desierto), López-Vega asocia la palabra “felicidad” a “mujeres y ciudades y libros”. En efecto, el amor, los viajes y la literatura son los temas esenciales de esta colección de poemas que pretenden ser cualquier cosa menos “poéticos”, lo que consigue atendiendo más a lo que quiere decir que a cómo decirlo; no tanto a la métrica como al versículo que exige un determinado ritmo. Estamos ante poemas discursivos y monologantes que utilizan con frecuencia la distancia de la tercera persona.
El primero, “Otro ensayo sobre el día logrado”, es paradigmático. Extenso, como no pocos del conjunto. “A partir de los cuarenta” (este es un libro escrito nel mezzo del cammin), lo que toca es “sobreponerse”. “El verdadero leitmotiv”. Humor e ironía mediante, el autor compone, en torno al amor perdido y sobre la metáfora del mosaico, una suerte de poética solitaria y vital.
“La vida sería posible aquí” es un verso de “Un motor vital” (un poema australiano, como “Cooper Creek”) que refuerza su preferencia viajera por “las antípodas de la vida”. Lo cosmopolita (con toques culturalistas) es habitual; en “Orientalismos”, “Gathered Sky”, “Una noche en Kalender” (“allí el tiempo siempre te susurra: Existes”), “Alejandría” o “Puerto cerrado”. Sí, “El mundo es una habitación”, por decirlo con uno de sus rótulos. “Soy de todas las ciudades”, escribe en “Un país febril”. Y de todos los idiomas y países. De la “república de la conciencia”. En “El forastero en Veroli” (Sandro Penna), leemos: “La hermosura abunda, pero solo es belleza cuando hiere”.
Lo autobiográfico, que a veces adopta la forma de diario (impresiones, vivencias, anécdotas elevadas a categorías), es otro aspecto insoslayable. En “Un episodio personal”, pongo por caso, que protagoniza su abuela (a la que dedica “Mi abuela: Poesía completa”), “Julián” (Rodríguez: “No se van nunca los mejores”), o el extraordinario “Los recogedores de ocle o bien Carta al padre”: “Seré tu hijo, pero tú no fuiste mi padre; así están las cosas”.
“Por qué siempre lejos, siempre huyendo”, se pregunta en “El balcón georgiano”. El deseo de “dejar de querer irme siempre de mí” es un rastro de la herencia paterna de este “flâneur meditativo” que concluye su libro con un autorretrato donde leemos que “escribe poemas para iluminar zonas oscuras”. Poemas con finales acertados, sorprendentes. Propios de un lector que usa con frecuencia la fórmula “a partir de”. Como en “Ingredientes”, donde oportunamente nos recuerda que “no vivimos solo por vivir”