“Una mancha con forma de Europa anuncia que el colchón ya ha sido usado con anterioridad”, leemos nada más empezar La muela, y es reconfortante descubrir que sigue habiendo autoras capaces de sintetizar toda una novela en la primera línea: una Gran Promesa Histórica reducida a sedimentos de suciedad, la intimidad como geografía expropiada, la precariedad como una cadena humana irrompible… Ya sea en esas dieciséis palabras o en las más de 200 páginas del libro, Rosario Villajos (Córdoba, 1978) demuestra su talento para trasladar esos temas a una forma narrativa propia, al convertir la historia de Rebeca, una española treintañera perdida por las calles del Londres pre-Brexit, en crónica lateral de la pasada década y la crisis que la inauguró.
Es 2013, y la narradora y protagonista acaba de cortar con su novio, aspira a trabajos basura, apenas se defiende en inglés y asume que su belleza, triunfante en el pueblo, no bastará para salvarse en una capital del mundo. Encima, ha perdido una muela cuya ausencia convierte su boca en sentina y hace mella en su sonrisa (aunque, con perversión autopunitiva, posponga el tratamiento que le ofrece su hermana odontóloga). Planean sobre ella la inseguridad y la depresión, un profundo escepticismo ante la posibilidad de vincularse a otros: es una ciudadana de pleno derecho del siglo XXI.
Más allá de un toque generacional que no la define pero es un aliciente añadido, La muela es un relato socioeconómico acerca del modo en que tanto la legislación pública asistencial como la organización privada del trabajo contribuyen al naufragio de la salud física y mental del individuo. Suena duro, y lo es, aunque Villajos narra con una agilidad notable que se apoya en un sentido del humor negrísimo e ingenioso. Su burla de las miserias de la formación universitaria, que toma la forma chistosa de una fotonovela experimental, me recuerda al siempre reivindicable Curso de librería de Fernando San Basilio (Caballo de Troya, 2006); las autoinmolaciones de Rebeca, sus sarcasmos o la parodia de las apps de ligue funcionan a la perfección, lo mismo que sus repentinos giros de crueldad grotesca (esos pequeños roedores que desfilan por sus páginas).
Villajos narra con una agilidad notable que se apoya en un sentido del humor negrísimo e ingenioso
Al fondo, hay siempre una mirada desoladora a la contemporaneidad, engarzada con una conciencia feminista vehiculada a través del relato: esos hombres espantosos, la exigencia de maternidad o, ¡cuidado!, la sororidad que sucumbe una y otra vez frente al egoísmo de cada una… Las risas que provoca La muela son equiparables a las de Rebeca: en cuanto percibimos el hueco podrido, se petrifica la supuesta gracia. Y no cuesta mucho verlo.
Si La muela goza de una personalidad literaria acusada, se debe a que el tono en apariencia directo de su voz narradora (es significativo el guiño que hace, salvo confusión de este reseñista, a Elvira Lindo) incorpora desajustes constantes que lo problematizan o desestabilizan: para empezar, se trata de una tercera persona que se define a sí misma, acertadamente, como “profeta esquizo”. En efecto, Rebeca se desdobla, se replica a sí misma a través de una Rebeca-otra, o se proyecta en el tiempo futuro (esto es, 2018, 2019, 2020) para prever el destino tanto de algunos personajes secundarios como de la sociedad occidental en general; a veces esto resulta cómico, otras perturbador.
De pronto, una nota a pie de página refiere un paper científico para sustentar una idea, o se reproduce una fotografía que otorga veracidad al discurso de la protagonista. Los verbos alternan con habilidad presente y pasado. El asunto se desplaza de lo amoroso a lo laboral pasando por la institución familiar: la relación de la narradora con su hermana es uno de los puntos fuertes. Poco a poco, la novela adquiere hechuras formales que explican la complicidad entre la autora y un sello tan particular y atrevido como Aristas Martínez (nota: su colección Pulpas sigue consolidando su valor) (nota 2: la estupenda portada es obra de Villajos).
La muela alcanza su registro más oscuro cuando Rebeca toma decisiones desesperadas que la meten en una deriva a lo Irvine Welsh, o cualquier otro narrador británico que a usted le suene a degradación, colchón en el suelo e higiene ausente. Al final, el lector no tiene certezas sobre el punto en el que se despide de ella, pero el cameo de una tal Rosario le hace sospechar que aquel colchón seguirá siendo usado y acumulará más manchas, continentes, inquilinas.