El mundo de la cultura se está viendo singularmente sacudido por la pandemia y, en él, ni el libro ni la lectura ni todo cuanto les rodea se muestran inmunes a sus efectos negativos. Hay quienes aprovechan la coyuntura para lanzar de inmediato soflamas apocalípticas sobre el fin del libro impreso o para aventurar sofisticadas teorías de la liberación digital, carentes de un mínimo contraste con los hechos.
En lugar de eso, Roger Chartier (Lyon, 1945), director de la École des Hautes Études en Sciencies Sociales de París y experto conocedor de las prácticas de lectura y escritura en su diversidad histórico-social, convocado aquí a un coloquio sobre la situación actual de dichas prácticas, antepone a sus consideraciones una ponderada reflexión sobre la dificultad de realizar diagnósticos en un contexto tan cambiante como el del presente, previniéndonos de la tendencia a generalizar a partir de las propias experiencias, cuando no a partir de los propios miedos y deseos.
Es una advertencia sabia y oportuna, según se pone pronto de manifiesto al referirse Chartier a datos tales como los del cierre de librerías, la caída de ventas de libros impresos o la disminución del número de títulos publicados. Hace apenas unos días, los telediarios españoles informaban, ufanos, del incremento del tiempo medio de lectura de nuestros ciudadanos durante el confinamiento. En Brasil, las ventas de libros electrónicos se triplicaron el año pasado, mientras que en la mayoría de países este crecimiento ha sido bastante más limitado.
Entre el ensayo y el diálogo, este libro es una lúcida reflexión sobre los desafíos que ha de encarar la lectura a partir de su presente pandémico
No cabe tomar estos datos, negativos unos, positivos otros, de forma unilateral. Con la mirada de amplio aliento del historiador, con el gusto por la pluralidad de matices propio del sociólogo, Chartier distingue diferentes dimensiones de una realidad que parece haber acelerado la transición a un nuevo mundo de la cultura escrita. Señala mutaciones que vienen de tiempo atrás y se consolidan, como por ejemplo la edición sin editores, guiada por la pura lógica del marketing, o el creciente traslado de publicaciones a formato electrónico; detecta eventos novedosos, de futuro incierto, vinculados a la intensificación de los hábitos digitales entre jóvenes lecto-escritores on line, que ya no suelen leer libros; pero sobre todo apuesta por la permanencia de una experiencia de la lectura ligada a la letra impresa, que resiste al tipo de recepción más apresurada, fragmentaria, propia del entorno digital.
En este punto, el texto elaborado por Chartier como preámbulo da paso a la transcripción de su charla con el historiador Nicolás Kwiatkowski y el editor y ensayista Alejandro Katz, donde sus interlocutores hacen acotaciones de gran interés: Kwiatkowski plantea la posibilidad de convivencia entre el carácter más utilitario e inmediato de la lectura digital y el goce estético de la lectura tradicional; Katz recuerda la función de producción de ciudadanía que tuvo la universalización de la lectura en la modernidad y se pregunta si podrá seguir siendo vehículo de ilustración sin el amparo de políticas públicas.
La coda final del libro, una conversación entre Chartier y Daniel Goldin sobre “El espacio público”, trata precisamente de estas cuestiones, defendiendo una dialéctica entre las prácticas de lectura asociadas a un ejercicio crítico de descubrimiento del mundo, así como de viaje personal, y las derivadas de estrategias puramente comerciales. Cuidar esos espacios de verdadero conocimiento, deliberación democrática e innovación estética es la mejor manera de proteger al lector ante los estragos del nuevo mundo normalizado que se avecina. Así, con brevedad y sencillez, este libro, que articula de forma esmerada el ensayo y el diálogo, nos entrega una lúcida reflexión sobre los desafíos que ha de encarar la lectura a partir de su presente pandémico.