Frente a la inanidad anecdótica habitual en nuestra narrativa literaria última, Edurne Portela (Santurce, 1974) monta Los ojos cerrados a partir de un sólido argumento. La novela reconstruye una larga historia que arranca con traumáticos episodios de la Guerra Civil y cuyos hilos llevan hasta el siglo XXI. Los vínculos de la trama se van descubriendo poco a poco porque la autora practica un esmerado trabajo formal de deconstrucción de sucesos entrelazados.
Las peripecias se reparten en dos núcleos anecdóticos. El primero tiene todas las trazas del antiguo drama rural. Los ojos cerrados acumula los rasgos distintivos de una existencia primitiva y brutal: cainismo, barbarie, analfabetismo, pobreza extrema, incesto… Todo ello se emplaza en un caserío de nombre significativo, Pueblo Chico, localizado en una montañosa geografía agreste, un lugar por completo aislado de la modernidad y ajeno al progreso (a duras penas llega internet).
A los determinantes socieconómicos y al abismo entre pudientes y míseros ganapanes imprescindibles en el ruralismo literario añade Portela un factor propio fundamental, el rencor de clase y el fanatismo. La brutalidad y la intolerancia de los vencedores de 1939 y sus perdurables efectos son motores de la novela, al punto de convertirla en una de las más incisivas y rotundas manifestaciones de la llamada memoria histórica.
El otro núcleo tiene que ver con una tendencia de moda, las narraciones que hablan del refugio en la España vacía por desafección de la agobiante vida urbana. Al propósito, Portela refiere el establecimiento en Pueblo Chico de una pareja de profesionales, Ariadna y Eloy, que sustituyen el despacho por el teletrabajo. Nada hay, sin embargo, en esta anécdota ni de la utopía arcádica ni del romanticismo habituales. Razón bien distinta mueve a Ariadna, la sugerida por su simbólico nombre: encontrar la luz en el laberinto de pasiones afloradas en la Guerra Civil y proclamar su enraizamiento en una tierra al parecer maldita.
Relato vigoroso y duro que traza una demoledora crónica de la maldad, atemperada por momentos de piedad
Hay pasajes de crudo realismo y puntillosas descripciones ambientales en Los ojos cerrados. Pero su ideación global pertenece a un tipo de poética alejado y diferente. Portela practica una mirada visionaria. Buena parte de la historia dramática del lugar se reconstruye desde la voz del guardián de los secretos, Pedro. Este viejo nonagenario un punto demenciado, último albacea vivo de la memoria colectiva del villorrio, la rescata en unos soliloquios enfebrecidos y obsesivos, con insistentes apelaciones a un estrato de la conciencia mágico y perturbado.
No es el discurso “con los ojos cerrados” de Pedro el único enfoque de la realidad de la novela. La perspectiva onírica se acompaña con otros puntos de vista, a los cuales se agregan múltiples recursos estilísticos y técnicos. Gracias a esta variedad formal, medio siglo de atrocidades alcanza una notoria expresividad. Consigue con ello Portela un relato vigoroso y duro donde traza una demoledora crónica de la maldad, atemperada, eso sí, por algunos momentos de piedad y por un final que sugiere un porvenir mejor.
Aspectos concretos empañan, sin embargo, el mérito global de esta exigente narración. Los saltos temporales junto a las alusiones y elusiones requieren un esfuerzo de lectura excesivo. La historia actual, la de Ariadna, añade un asunto pegadizo, las relaciones de pareja. Y lo que pasa en la obra no avala el optimismo histórico (¿ideológico?) del desenlace.