Regresar para confrontar el origen, para mantenerle la mirada a un pasado doloroso, e intentar, en la medida de lo posible, salir purificados. Eso trata de hacer Ida —el personaje de Adiós, fantasmas, de Nadia Terranova (Mesina, Sicilia, 1978)— con su retorno, por unos días, a la Sicilia natal desde Roma, veintitrés años después. Acude a la llamada de su madre anciana, que aún vive sola en la casa familiar, una vivienda que amenaza ruina. Se requiere una reparación urgente de la azotea, antes de que todo se derrumbe, y quiere que la hija ponga orden entre los objetos y recuerdos.
Seleccionar lo que vale y lo que no, no es tan difícil y penoso como repasar toda una vida, enfrentar los secretos. El mayor de ellos: la desaparición del padre (el profesor de latín Sebastiano Laquidara) cuando Ida tenía sólo trece años. Nunca se supo del paradero de este hombre culto y profundamente infeliz, que entró en barrena tras una larga depresión y se marchó sin dejar rastro, un hecho que marcó la existencia de las dos mujeres que lo aguardaban entre la esperanza y la desesperanza.
La novela se articula en tres partes (tras un breve capítulo introductorio): El nombre, El cuerpo y La voz. Ida vive en Roma, está casada, no tuvo hijos, escribe guiones para la radio, cuenta que en tan solo diez años de matrimonio ambos han perdido ya el deseo sexual, algo en lo que ella asume toda la culpa… Siempre se consideró extraña, diferente. Mantienen la cordialidad, el afecto mutuo, aunque comparten tan solo “un amor cansado”. Pero si el lector, al inicio, piensa que sea quizá una narradora/protagonista esnob o light, enfangada en sus pequeños problemas del primer mundo, bastará con que se embarque hacia Mesina, hacia sus raíces, para internarse en una novela honda y reflexiva, sólida y trágica, de sabio y calculado dramatismo.
Recuerdos persistentes y amenazantes, pesadillas, reproches y conversaciones con la madre, miedos, culpas compartidas, la extrañeza de los lugares con el paso de los años… conforman los elementos de la lucha particular de esta treintañera en su retorno traumático, en su travesía inversa y dolorosa, hacia el origen, hacia la madre. A diferencia del padre, maestro, la hija decidió escribir para programas de radio en Roma, “historias verdaderas ficticias” y canalizar en ellas su propio sufrimiento. De cría se defendía pensando: “si le pasa al cuerpo no ha pasado de verdad”. La ausencia del padre es también presencia y huella: los difuntos y los desaparecidos son aquí implacables y vigilantes “jueces celosos”.
Nadia Terranova nos coloca sabiamente ante la extrañeza de la vida en esta bella y honda narración, purificadora, sabia e intensa
Hay una gran carga poética en la novela, pasajes tan hermosos en esa descripción del Estrecho de Mesina desde la azotea en pleno verano, su luz, su mar, las voces que llegan allá arriba… (pag. 41). Muy logrado también el relato de la infancia y la adolescencia de Ida, la dialéctica que establece con su madre (ambas solas en el caserón familiar) y la amistad con su amiga escolar, Sara. El ajuste de cuentas entre ambas, ya en la madurez, es otro de los momentos altos de esta historia. La vida nos cambia y a veces desde lo más imperceptible. La propia Sicilia, la idiosincrasia y la dificultad de ser siciliano, el paisaje y la ciudad de Mesina, el calor, la lluvia, la luz… quedan maravillosamente caracterizados.
La hiperperceptiva Nadia Terranova nos coloca sabiamente ante la extrañeza de la vida: los cambios corporales adolescentes, las primeras relaciones sexuales clandestinas, la perplejidad de ser hija respecto a una madre: hijos y progenitores como meros árboles plantados en momentos distintos, a los que les toca asumir su papel. Una locura también las relaciones de pareja, el matrimonio, la monogamia, la ingratitud de los hijos… La de Ida es una vida dañada, pero también —sabremos después— la de su amiga Sara, o la de ese trágico personaje secundario que cobra altura hacia el final: el joven albañil grecoitaliano Nikos.
Ida enfrenta su pasado porque nunca hasta ahora lo había hecho. De cara al exterior, toda su juventud fue un despliegue materno-filial de disimulos, cordialidad, cortesía y buenos modales, aunque en casa se librara una secreta guerra doméstica. Gran metáfora purgar los radiadores y sacar todo el óxido y el agua sucia de la instalación tantos años después: el alma de la casa y el de los personajes en busca de una catarsis liberadora. Bella y honda narración, purificadora, sabia e intensa.