Aunque este año extraño e incierto todas nuestras tradiciones —religiosas y laicas, seculares y modernas—, han sido sucesivamente puestas en cuarentena, nada parece afectar tanto a la sociedad como la imposibilidad de celebrar las Navidades como siempre. Y es que las fechas que arrancan mañana con la cena de Nochebuena y se prolongan hasta pasada la Epifanía, o Día de los Reyes Magos, el próximo miércoles 6 de enero guardan un aura especial de bondad, generosidad, reconciliación y espíritu familiar, —además de en las últimas décadas consumismo y derroche— que las convierten en las más queridas de la gran mayoría de la población.
Sin embargo, asociar este tipo de valores a la Navidad es algo relativamente reciente, pues en una fiesta que tiene, de un modo u otro, más de 2.000 años es inevitable que haya habido cambios. De hecho, entre las fiestas actuales y las que se celebraban en época romana, medieval o incluso hace un par de siglos, media un abismo profundo nacido de una manera completamente diferente de entender la vida, el mundo y la sociedad. En esta olvidada tradición se centra Historia de la Navidad. El nacimiento del goce festivo en el cristianismo (El Paseo) un riguroso y sorprendente estudio donde el antropólogo y profesor de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla Alberto del Campo investiga dos mil años de tradiciones paganas y cristianas cuya evolución y cambio resume buena parte de la tradición lúdica de Occidente.
Para empezar, como explica el autor, “no hay un único origen, pues la Navidad, como muchas otras fiestas inmemoriales, es una amalgama de diferentes tradiciones”. De hecho, recuerda, “al principio, el nacimiento de Jesús ni siquiera se consideraba digno de celebración por los propios cristianos. Dado que no hay datos históricos fidedignos, los teólogos estuvieron debatiendo en los primeros siglos (cuando se proponía como más factibles los meses de marzo o abril) hasta que el papa Liberio fijó la actual fecha en el año 354”. Para entonces, el cristianismo se había sincretizado con la religión romana que había ido evolucionando hacia un politeísmo con algunos dioses centrales, como Sol Invictus, "al que los romanos rendían tributo en el solsticio de invierno, a partir del cual los días, la luz solar, vuelve a ganarle la partida a la noche, las tinieblas. Así, Cristo se convirtió en Sol de Justicia”.
"Durante siglos, la Iglesia miraba para otro lado con tal de que sus dogmas y prácticas se asentaran. El pueblo lo aprovechaba para celebrar sus bailes, pujas, rifas y otros jolgorios"
Pero esta identificación entre paganismo y cristianismo se fue produciendo de manera demorada y en ciertas zonas alejadas del principal foco de Roma tardó siglos en concretarse. “En el siglo VI l famoso obispo Martín de Braga en su Sermón contra las supersticiones rurales seguía poniendo el grito en el cielo porque en Galicia los habitantes de los pagi, es decir, los rústicos, seguían costumbres y supersticiones paganas en el Año Nuevo”, explica Del Campo, que reconoce que “la Iglesia miraba para otro lado con tal de que sus dogmas y prácticas se asentaran. Por ejemplo, en la Edad Media, cuando se inventa el Purgatorio, permitirá que entre el campesinado iletrado se creen en invierno las cuadrillas de ánimas benditas a pedir por las almas de los difuntos. El pueblo lo aprovechaba para celebrar sus bailes, pujas, rifas y otros jolgorios que, de no estar enmarcados en celebraciones religiosas, resultaban menos admisibles”.
Reyes por un día
Esta convivencia simbiótica entre mundo sacro y profano, entre celebraciones religiosas dogmáticas y ritos populares que se pierden en la noche de los tiempos es, según el antropólogo una de las constantes de la historia de la Europa medieval, en la que las festividades de Navidad jugaron un papel muy importante desde el punto de vista social. “La Navidad se mezcló con fiestas como las Saturnales que tenían efectivamente un sentido subversivo: durante varios días, en torno al solsticio de invierno, se recreaba un mundo al revés: se levantaba el tabú de los juegos de azar, se sucedían los banquetes e incluso los amos tenían que servir a los esclavos”, explica Del Campo.
Muchas de estas tradiciones, nacidas en un mundo de absoluta rigidez jerárquica tuvieron tuvieron su réplica en el mundo cristiano y pervivieron durante siglos. “Si los romanos nombran un rex saturnaliorum, en la Edad Media fue frecuente que los propios monarcas agasajaran en los días navideños a algún pobre mendigo al que coronaban como rey de faba”, explica el antropólogo, que reconoce que en ciertos ámbitos rurales del continente todavía perviven hoy en día “muchas fiestas en que los mozos del pueblo eligen al más simple, al más tonto, como rey. Este ordena a su antojo y todos han de obedecer sus estrafalarias decisiones, dirigidas a veces contra aquellos que durante el resto del año gozan de estatus: el alcalde, el médico...”.
Y junto a esta figura del “mundo al revés”, de lo lúdico, lo jocoso y lo impúdico, todavía plenamente rastreable hasta mediados del siglo XX en la cultura popular que reflejan canciones como “Fiesta” de Joan Manuel Serrat, las celebraciones navideñas abrazaron durante siglos otro tema ambiguo en la cultura occidental como fueron las fiestas de locos (festa fatuorum). “Hoy tenemos una visión del loco como un ser patológico, pero durante siglos la locura y el loco han sido arquetipos ambivalentes. Como supo ver Erasmo, puede representar las muy diversas facetas del ser humano”, plantea Del Campo.
"Hoy tenemos una visión del loco como un ser patológico, pero durante siglos, como supo ver Erasmo, la locura y el loco han sido arquetipos ambivalentes"
Para la sensibilidad medieval, mucho más dada a las sutilezas, “el loco es ser liminar pues, como Jano, tiene dos caras, una la del inocente, el niño, el pobre, el desposeído; la otra la del loco furioso, peligroso, irreverente, incluso el estúpido, el necio, el pecador. Por ejemplo, Herodes es un loco, un loco furioso y maligno. Pero también está el loco visionario que, como San Francisco, es capaz de ver más allá. La locura es destructiva, diabólica, pero también manifestación sagrada, revelación. Incluso sabiduría dado que el loco accede a lo que escapa al entendimiento humano”.
Una Iglesia heterodoxa
Pero que nadie piense que este tipo de celebraciones satíricas e histriónicas se hacían a espaldas de la Iglesia. Si bien esta era relativamente renuente a ciertos ritos, no veía con malos ojos el espíritu que los motivaba. Es más, muchas de estas costumbres, como las risus natalis o las misas paródicas o los villancicos jocosos, son de origen clerical y perviven hoy en día.
“Frente a la idea de que es el pueblo es el que se ha divertido frente a una Iglesia seria y austera en sus expresiones, creo que este libro evidencia que durante muchos siglos la Navidad fue un momento de jolgorio, incluso de transgresión, y que una parte de la Iglesia no solo hizo la vista gorda, sino que alentó cuando no protagonizó ella misma multitud de desórdenes festivos”, defiende el autor. “Ha habido, en pugna con el valle de lágrimas y la penitencia, una teología de la alegría y del júbilo, aunque con el paso de los años y tras arduas polémicas acabó predominando la versión festiva más domesticada y convencional”.
No obstante, siempre convivieron todas las opiniones, pues como ejemplifica el antropólogo, “ocurría como ocurre en nuestro tiempo, en el que la homosexualidad o la sociedad de consumo merecen diferentes opiniones a un religioso del Opus Dei y a un teólogo de la liberación. De la misma manera, durante siglos la Inquisición tuvo que actuar innumerables veces tirando de las orejas a monjes y monjas que seguían celebrando la Navidad en los conventos con villancicos jocosos y otras festividades, plantando cara así a la heterodoxia”.
Es más, según afirma, “como he podido comprobar en un trabajo de campo en conventos del norte de España, los días navideños siguen siendo un período de permisividad extraordinario. Los más jóvenes gastan bromas a sus hermanos más venerables, mientras celebran ‘guateques’ —así los llaman—con doble ración de vino e inventan teatrillos jocosos”, desvela el autor. “En un cenobio, cuyo nombre omitiré para no delatar a sus divertidos moradores, los teatrillos acaban invariablemente en un cachondeo generalizado, sobre todo cuando aparecen el iracundo Herodes (que está borracho), una mula que da coces o un burro que rebuzna cada vez que habla San José”.
Y es que como reflexiona Del Campo, “el hombre ha necesitado ciertos días de desenfreno como válvula de escape cuanto más oprimido se ha sentido”. Si bien es cierto que en su opinión, “tal vez con el crecimiento de la clase media no experimentemos tanta necesidad de invertir periódicamente el orden de las cosas o quizá el propio sistema nos presente de manera ambigua otros señuelos para escapar de la rutina, el hastío y la sensación de vivir dominados: consumiendo, por ejemplo, pensando que por unos días podemos emular a los que nadan en la abundancia”.
Cosas de niños
Sin embargo, desde aquellas tradiciones medievales de raíz precristiana hasta esta Navidad de consumismo y buenos deseos hemos recorrido un largo trecho que también refleja esta Historia de la Navidad y en la que cada época ha aportado su parte. En el Renacimiento, por ejemplo, con la particular concepción ambivalente de la locura y la risa reflejada en pensadores como Erasmo, se relanzó la mezcolanza jocoseria y profano-sagrada con la concepción de que el mundo es ambiguo y nada es lo que parece”, explica Del Campo.
"No es hasta el siglo XIX cuando la Navidad se edulcora, pintándola como cosas de niños. Y la sociedad del consumo del XX verá en ella un momento propicio para satisfacer el ansia de derroche"
Por su parte, en el Siglo de Oro, prosigue el antropólogo, “la Navidad gana en espectacularidad, aun si el concilio de Trento consiguió erradicar las celebraciones más irreverentes. Posteriormente los ilustrados combatieron el exceso de fiestas y religiosidad, pero, para bien o para mal, ni tuvieron el poder de erradicarlas ni dejaron de considerar —como escribía Jovellanos— que el pueblo tenía que gozar de sus diversiones, aunque solo fuera para poder ser productivos después”.
No es hasta el siglo XIX, en definitiva, cuando la Navidad se edulcora, pintándola como cosas de niños. Y desde luego, la sociedad del consumo del XX verá en la Navidad un momento propicio para satisfacer el ansia de derroche y aun las ganas, típicas en los ritos de paso, de dejar atrás lo viejo y estrenar algo en el Año Nuevo”, resume el autor. Pero entonces, ¿qué sigue vivo todavía de esas tradiciones milenarias asociadas al mundo rural y preindustrial que compiten con esa Navidad importada y de catálogo? Pues según Del Campo, muchas más cosas de las que podemos pensar.
Una vuelta a los orígenes
“Con demasiada frecuencia damos por hecho que han desaparecido muchas costumbres o que están a punto de extinguirse. En estos años he estado en infinidad de pueblos —me viene al recuerdo ahora alguno de Zamora o de Andalucía— en donde los jóvenes están recuperando las antiguas fiestas carnavalescas del periodo navideño”, rememora. “Lo que les atrae es el carácter transgresor que, en gran medida, supone un corte de mangas tanto a la concepción ordenada y tradicionalista de la Navidad, como a la idea de que la alegría navideña debería traducirse sobre todo en compras compulsivas”, explica.
Por ejemplo en Andalucía, después de décadas de disolución, vuelven a cobrar auge las cuadrillas de músicos que, bajo cofradías de ánimas benditas, de Inocentes o simplemente como rondallas navideñas, salen a la calle para divertirse. “En vez de gastar dinero, visitan las casas de los más pudientes, piden el aguinaldo, en ocasiones bajo la amenaza de unas coplas satíricas, como hacen, por ejemplo, los troveros alpujarreños. Lo que se reivindica aquí es que la Navidad es un período en el que los que más poder y dinero tienen, deben repartir su riqueza; es decir, es un tiempo no tanto de consumo como de redistribución”, apunta el antropólogo. “Una redistribución que resulta obligada no solo porque la Navidad —como las antiguas Saturnales— rememora un tiempo utópico, en que no debe haber nadie que esté privado de una sonrisa y de bienes, sino también porque Jesús puso a los humildes en las alturas y en las propias Escrituras se dice que los últimos serán los primeros”.
Ese mensaje transgresor de la Navidad es lo que Del Campo considera la mayor tradición viva que aún se puede reivindicar y experimentar, “aun si probablemente exista el interés por hacer pasar las Pascuas como un tiempo un tanto naíf, infantil, inocente, tradicionalista en el sentido de conservador de las tradiciones, del orden vigente. Pero la Navidad se ha vivido siempre de muchas maneras”. No en vano, aún hoy en los montes de Málaga, cantan las pandas de verdiales en su día grande, el 28 de diciembre al inmortal Sol Invictus romano: “Atravesando pinares, toda la noche he venido, por darle los buenos días, al divino sol que sale”.