Nacido en Murcia en el 48 del siglo pasado, Eloy Sánchez Rosillo reunió sus diez primeros libros de versos en Las cosas como fueron (Poesía completa, 1974-2017), publicado en 2018 por Tusquets, su editorial desde hace veinticinco años. Acierta el crítico Juan Marqués cuando dice que “siempre que nos encontramos ante la grata oportunidad de escribir sobre la poesía de Sánchez Rosillo nos vemos también ante la paradoja de tener que escribir sobre algo sobre lo que no se puede (o casi no se debe) decir nada: la poesía de Sánchez Rosillo no se puede explicar ni comentar, sólo se puede citar”.
Por ejemplo cuando en uno de los poemas centrales de La rama verde dice: “lo que vale es saber hacerlas sin tropiezos, / como el que bebe agua”. Se refiere a los tipos de frases y evoca una clase de sintaxis, pero en realidad está explicitando su poética: la de la naturalidad. Porque “el fondo está a la vista, en lo inmediato”.
Sí, estamos ante un nuevo capítulo del mismo libro (que diría su amigo Andrés Trapiello), ante nuevas páginas de su diario (que sigue, por cierto, el orden de los meses del año y de las estaciones y donde no falta la habitual tabla cronológica de los poemas). Y ahí, el enigma de que lo de siempre nos parezca novedoso. La infancia en el campo, la casa de la playa y el balcón a levante, el jilguero o el verdecillo que cantan en el jardín, la leopardiana luna de sus noches, los paseos entre huertos junto al río (“Es un lugar del alma, no del mundo / y te encuentras en él contigo mismo”), etc.
Y ahí, las situaciones comunes, los hechos cotidianos expresados con la claridad de quien pretende conversar con el lector de tú a tú, confidencialmente y en voz baja. Como “En la mañana inmensa” lo hace con su hijo. En un tono melancólico (“yo pertenezco a la melancolía”, “y yo me pierdo en mi melancolía”), propio de quien siente “alegría en la tristeza”.
Y ahí, la luz mediterránea, iluminando “esta inmensa mañana que es la vida”. La de este poeta murciano que apenas se ha movido de su ciudad natal (que es su pequeño universo), aunque “el vivir / todo lo muda”, y que se siente extraño, pero a gusto, en Pamplona, Cuenca o Bogotá. “Existir es eso: / un azar incesante”, escribe. Una rareza. Una mezcla de “contrastes” y “compensaciones”. De siempres y de nuncas.
“Tú estás a salvo en la memoria”, afirma, por eso le resulta tan fácil, siquiera en apariencia, regresar al niño que fue, con sus miedos y sus sueños (una palabra que se repite), o al adolescente que sufría (“Era septiembre”) o, en fin, volver a ver a su madre, más allá de la muerte (“Reencuentro”). A veces esos poemas tornan pequeños relatos, como “Viento del existir” o “El miedo”.
Un tema ocupa no pocos versos del conjunto: el amor. El de la madurez, que no deja de ser el mismo de la juventud: “si tú estabas allí, / lo demás era poco”. Porque el recuerdo es “presente puro y vivo”.
La de esta poesía es “una música que emociona y consuela”. Propia de quien mira con atención cuanto sucede a su paso y, ante ello, se muestra una y otra vez perplejo, como si todo lo viera por primera vez, ya sea un amanecer o una fila de hormigas invasoras en su terraza. “Asómate al misterio”, invoca. O: “Sin saberlo es la vida: / mírala”. Y añade: “Sucede así: el misterio no se abre / sino al que ya lo habita”.
“Lo importante es vivir, aunque el vivir nos duela, / estar vivos del todo mientras dure la vida”, concluye. Porque “Todo está bien”, un guiño guilleniano. “Qué dulce esta ansiedad de la inminencia”, anota, al tiempo que señala: “Tengo setenta años / y ha pasado la vida”.
LA RAMA VERDE
AY, árbol del vivir,
árbol de la ilusión y de los desengaños,
de las revelaciones.
Cuando te agita el viento de la edad,
las hojas secas caen.
Pero en la rama aún verde de la infancia
-la que está más arriba, la que
en la luz se mueve
canta el jilguero