Madrid no es una ciudad para contemplar desde las alturas sino a pie de calle, pisando sus aceras de baldosas, sus adoquines de nostálgica solera, las tierras de sus parques arbolados y las callejuelas enrevesadas en las que atreverse a descubrir una sorpresa al volver la esquina. Madrid no es solo una ciudad, es su gente, los seres humanos sin célula de identificación, origen ni desesperanza. Madrid no es arquitectura sino filosofía; no es matemática, es gramática.
A Madrid hay que mirarlo a los ojos para comprenderlo, a ras de suelo. Los madrileños llegan de donde vienen con ideas elevadas, grandes proyectos y ensoñaciones de altura. Los madrileños siempre llegan, porque pocos son los que nacieron aquí. Y cuando lo hacen, cuando pisan la ciudad por primera vez, al cabo de poco tiempo se convierten en vecinos, en uno más entre muchos otros, sin dar cuentas de nada porque nadie las pide. Madrid es calle, plazuela, glorieta y callejón. Caminar por avenidas y plazas es la mejor manera de mirar, de elevar los ojos y admirar las alturas, no solo ese turbador cielo del atardecer, que estremece, sino el dominó de edificios alzados por la mano del hombre, fuera madrileño o foráneo con ansia de triunfar en la capital, dejar su huella y de ese modo permanecer en la historia. Pero Madrid, aunque eleve más y más sus piedras y ladrillos, no es diseño, es metafísica.
El Mirador de Alfonso XII tiene la majestuosidad concordante con su denominación y la ventaja de situarse en el ombligo de ciudad y en el seno del Retiro
Madrid pasea su alma en la vida, y la vida vuela bajo. A pesar de ello, siempre ha habido quien ha querido descubrir su grandeza desde las alturas, observar sus cuestionados esplendor, magnificencia y dignidad con el convencimiento de que sería posible desentrañar el misterio si se abarcara en su plenitud desde lo alto de un faro o el pináculo de un monumento catedralicio. Vislumbrarlo en su globalidad, como se observa un plano dibujado, desde el primero que realizó Antonio Mancelli en 1622 o el más famoso de todos, el de Pedro Teixeira, de 1656. Después, han sido muchos los miradores que se han levantado en la ciudad para, a vista de pájaro, mirar y deleitarse con el alma de la ciudad que sigue volando a un palmo del suelo.
Los hay en azoteas de grandes edificios, desde la del Círculo de Bellas Artes y el Palacio de Comunicaciones de Cibeles, sede del Ayuntamiento, hasta los de hoteles como el Oscar, el Victoria y otros muchos. Pero probablemente el mirador más entrañable, emocionante, histórico y hermoso sea el construido delante del estanque del Parque del Retiro en el monumento erigido en honor del rey Alfonso XII y que se conoce como el Mirador del Rey.
Su ubicación no podría haber sido más certera. Hay otros, como los miradores del Templo de Debod, el de la Dehesa de la Villa, el de la Huerta de la Partida y muchos más, aunque el de Alfonso XII tiene la majestuosidad concordante con su denominación y la ventaja de situarse en el ombligo de ciudad y en el seno del Retiro, esa peca graciosa que le salió a Madrid por obra del Conde-Duque de Olivares para gracia de Felipe IV. Un monumento arquitectónico y escultórico datado en 1922 y realizado por otro catalán que quiso inmortalizarse en Madrid, Grases Riera. Desde su elevación de más de veinte metros y bajo la estatua ecuestre del rey, obra de Mariano Benlliure, pueden contemplarse los cuatro puntos cardinales de la ciudad y los grandes edificios y torres que la obra del hombre ha erigido para hacer de Madrid la gran ciudad cosmopolita que alberga a los madrileños y a los millones de turistas que la han elegido como destino. Edificios antiguos y modernos, cúpulas y torres tecnológicas, rascacielos y brazos de iglesias y catedrales alzándose al cielo.
Desde su elevación de más de veinte metros y bajo la estatua ecuestre del rey pueden contemplarse los cuatro puntos cardinales de la ciudad y los grandes edificios y torres
Son tantos que sería exagerada la enumeración de todos ellos. Unos pocos dan idea de todo lo que se abraza desde el mirador que asombró a Alfonso XIII cuando lo inauguró y deslumbra aún más a los madrileños que ahora acceden con las visitas guiadas organizadas. Pueden verse las Torres Blancas y el “pirulí” de TVE; los Jerónimos y la estación de Atocha; los grandes edificios de la Gran Vía y la Plaza de España y, al fondo, el Faro de la Moncloa; las cuatro torres de la Castellana, las del Business Área, las torres inclinadas de la Plaza de Castilla, la Torre Picasso, las de Colón… y otros muchos rascacielos, además de cúpulas de iglesias (Comendadoras, Santa Cruz, la Basílica de San Francisco el Grande, la Colegiata de San Isidro…).
Un verdadero panóptico de Madrid para quien no se conforme con compartir el aliento de las almas que transitan por vías y plazas y prefiera buscar, elevándose, el modo de comprender por qué Madrid es como es, ignorando que es imposible descifrar el enigma mientras no se mezcle con sus habitantes, porque Madrid es un escenario que se vive, no una platea de la que ser espectador.