En cierta ocasión Miguel Delibes se definió a sí mismo como un cazador que escribía. “Yo salgo al campo a cazar perdices y, de rechazo, cazo también algún libro”, dijo. Al menos durante un cuarto de siglo, el autor de La sombra del ciprés es alargada se sintió también cómodo con otra etiqueta: la de periodista que escribía novelas. Cazador, periodista, escritor, profesor, activista de la vida al aire libre… Todo en Miguel Delibes guardó coherencia. No siempre fácil de apreciar en su verdadera dimensión.
Acuciado por la enfermedad, Delibes dejó de escribir novelas en 1998, después de publicar El hereje. Pero continuó escribiendo artículos. Y nunca dejó de leer la prensa, incluso cuando la vista le condenó a la servidumbre de aquella enorme lupa que presidía su escritorio. En una entrevista publicada en 1980 decía: “La actividad periodística me enseñó dos cosas que me parecen fundamentales para el novelista: primero, el valorar la circunstancia humana de todo hecho. Segundo, una labor de síntesis, importante para mí, que proclamo que la novela de hoy debe ser breve”. En aquel tiempo, confesaba abiertamente que, como lector, prefería los periódicos, los libros de historia o las biografías antes que las novelas de ficción.
Su enorme reputación como novelista no fue sin embargo suficiente para que su lucha contra el aparato de información del franquismo le terminara costando el puesto. Después de verse apartado de la dirección de El Norte de Castilla, su última tentación periodística tuvo lugar en 1975, cuando Ortega Spottorno viajó hasta Valladolid para ofrecerle la dirección de El País. “Yo asistí desde El Norte de Castilla a la ‘redención del periodismo de las servidumbres reaccionarias o marxistas’, según la cual al periodista español se le ofrecía la magnánima alternativa de obedecer o ser sancionado”, escribe Delibes en La censura de prensa en los años cuarenta.
Con el objeto de devolver el crédito que había pedido para financiar sus estudios, Delibes se había presentado en 1941 en la redacción del periódico cargado con sus “monos”. El director era entonces Francisco de Cossío, quien ese mismo año recibiría su primer expediente disciplinario por parte de la Delegación Nacional de Prensa. De los monos, que siguió publicando a lo largo de diecisiete años, pasó enseguida a las columnas de opinión. El proceso contra Cossío, contra el subdirector, el redactor jefe y uno de los redactores del periódico, acusados los dos últimos de pertenecer a la Masonería, culminó con la designación del sacerdote falangista Gabriel Herrero como nuevo director. Pero permitió a cambio que Delibes ocupara una de las plazas que los depurados dejaban vacantes. Para ello tuvo que obtener el título de periodista en un curso acelerado en Madrid. Y a partir de ese momento se dedicó a todo lo que se dedicaba un redactor de un periódico de provincias de entonces. Es decir, a todo. Enfrentada con el ministerio, la editora de El Norte decidió enseguida formar a alguien de la casa para relevar, en cuanto fuera posible, al director impuesto. El elegido fue Delibes.
En plena labor de zapa, el joven periodista sorprendió a todos ganando el Premio Nadal. En la redacción de El Norte todavía se recuerda su inquietud a pie de teletipo esperando la noticia del fallo del jurado. En 1953 fue nombrado subdirector, con “atribuciones muy amplias”. Y al año siguiente él y Fernando Altés se las ingeniaron para que don Gabriel “firmara” un extenso artículo, con motivo del centenario del periódico, en el que se glosaba su irreductible posición liberal. El principio de su fin. En marzo de 1958, el largo contencioso presentado por el sacerdote tras haber sido despedido se resolvió nombrando a Delibes director interino. Una interinidad que se prolongaría a lo largo… de treinta meses. Y una batalla sorda que hará mella en su ánimo, como él mismo le cuenta a su primo Jaime Alba: “Cada día me siento más vejado, enfurecido y roído de escrúpulos en este cargo. Tan sólo me consuela el hecho de que, al menos, mi sensibilidad no se haya acorchado todavía”.
Su desafección hacia el régimen, sin embargo, no fue óbice para que a su alrededor se conformara entonces el célebre Grupo de El Norte, donde fueron incorporando sus firmas hombres como José Jiménez Lozano, Francisco Umbral, Manu Leguineche, José Luis Martín Descalzo, Fernando Altés o César Alonso de los Ríos. Más problemas con la censura. Y en todos los frentes. Delibes sólo conseguirá ser director de pleno derecho en noviembre de 1960. Satisfacción efímera. Cuando Manuel Fraga accede al Ministerio de Información y Turismo enseguida emprenderá su famoso “experimento” de apertura de la prensa. Un ensayo que encontrará a Delibes implicado en plena “batalla por Castilla”, denunciando la situación de la región y desoyendo repetidamente las consignas ministeriales. Después de interminables llamadas al orden, el director general de Prensa, Jiménez Quílez, instará directamente al periodista a que desista. “Nosotros entendemos que silenciar un estado de opinión o permanecer ajenos a la tragedia que nos rodea, equivale a hacer abortar ese experimento de libertad iniciado con tanto entusiasmo (…) Es decir, impuesto el silencio, el experimento, automáticamente, dejará de existir”, le contestará Delibes con retranca.
Acosado por la censura, el escritor decide entonces contar en su novela Las ratas todo aquello que le impiden decir en el periódico. “La salida del artista estriba en cambiar de instrumento cada vez que el primero desafina a juicio de la administración”, escribió. Después de interminables avatares, el 10 de abril de 1966 el relevo se plasma en la mancheta del periódico. Es a partir de aquel momento cuando el escritor Delibes termina de imponerse al Delibes periodista. Nada sería capaz después de convencerle de que regresara a la profesión, si bien durante muchos años sus opiniones en el Consejo de El Norte, y en el “consejillo” de la redacción, fueron doctrina. Una escuela que aún hoy permanece. Y un ejemplo que pervive mucho más allá de aquellos experimentos que entonces le costaron el cargo. Conviene recordarlo.