En plena Guerra Fría, Nikita Kruschev viajó a Estados Unidos para estrechar lazos con el enemigo. Era la primera vez que un dirigente soviético visitaba el país norteamericano y lo hizo tres días después de que los rusos lanzaran una nave a la Luna. Cuando la sonda impactó en la superficie del satélite, Kruschev sobrevolaba el océano en un avión ultramoderno con grietas en el motor. Unas horas más tarde, el 15 de septiembre de 1959, el secretario del Partido Comunista aterrizó en Washington. Al llegar a la Casa Blanca, le entregó a Eisenhower una esfera plateada del tamaño de una bola de billar. Era una copia en miniatura de la que habían mandado al espacio y tenía grabada una insignia soviética. Así comenzó un periplo de trece días por Nueva York, Hollywood, San Francisco, Iowa, Pittsburgh y Camp David.
Nikita iba en son de paz. Al fin y al cabo, había denunciado las purgas de Stalin y era el principal artífice del deshielo, aunque en el 56 hubiera dado la orden de sofocar la Revolución húngara en la que murieron más de 3000 personas. Tres años después de intentar extirpar el “tumor maligno” que se extendía por Berlín Occidental, el “carnicero de Budapest” pisó el suelo americano, donde la propaganda tenía otros colores y podía resumirse en dos palabras: libertad y consumo. Pese a la buena acogida inicial, Krushchev tenía miedo a que lo asesinaran y pidió que lo acompañara un alto cargo del Gobierno en todos los desplazamientos. El elegido fue Henry Cabot Lodge, senador republicano y embajador en la ONU.
Lo que en un principio era una invitación para participar en la cumbre de Maryland y mejorar la relación entre las dos grandes potencias, se convirtió en un viaje plagado de excentricidades. El líder soviético posó sonriente con un pavo en brazos, se empeñó en ir a una granja de Iowa para aprender sobre el cultivo de maíz y replicar la fórmula mágica en su país, se quedó atrapado en un ascensor del Waldorf Astoria y salió trepando mientras se quejaba del mal funcionamiento del capitalismo, causó un revuelo en un supermercado de San Francisco cuando cientos de compradores se acercaron a verlo y la policía tuvo que sacarlo a empellones, visitó una planta siderúrgica, le regaló su reloj a un obrero, probó los perritos calientes, se intercambió el sombrero con un estibador, habló de la guerra nuclear en un tren y se cabreó con un alcalde y con más de un periodista. Aunque quizá lo más extraño de aquella tournée fue la tarde que pasó en Hollywood.
La Twentieth Century Fox había organizado un almuerzo en su honor. El presidente del estudio, Spyros Skouras, seleccionó a las estrellas que acudirían al Café París. No podía faltar Marilyn Monroe, porque en la URSS era lo único que conocían de Estados Unidos aparte de la Coca-Cola. La actriz no había mostrado ningún interés en comer con Kruschev, pero aquello le hizo gracia y accedió. Arthur Miller se quedó en casa. Ni tenía ganas ni lo habían convocado (era demasiado arriesgado juntar a un dramaturgo de izquierdas investigado por el comité de actividades antiamericanas con un dirigente comunista), así que su esposa viajó a Los Ángeles escoltada por Frank Taylor. Al bajar del avión, una horda de reporteros le preguntó si había ido a ver al dignatario ruso y ella respondió que sí y que esperaba que él también quisiera verla. “Este va a ser el día más importante en la historia de la industria del cine”, declaró.
Mientras Krushchev volaba a California, la protagonista de Con faldas y a lo loco se arreglaba para la comida en el hotel Beverly Hills. Le habían pedido que se pusiera la ropa más sensual que tuviera (“supongo que en Rusia no hay mucho sexo”, le dijo a su asistenta) y se decantó por un vestido negro ajustado con un gran escote. En medio de la sesión de belleza, apareció Skouras para asegurarse de que la invitada llegaba a tiempo. Y por una vez, la actriz fue puntual.
El salón no tardó en llenarse de estrellas. Ahí estaban Gary Cooper, Dean Martin, Kim Novak, Tony Curtis, Janet Leigh, Frank Sinatra, Rock Hudson, Kirk Douglas y Charlton Heston. Marilyn se sentó con Joshua Logan y Henry Fonda, que se pasó el almuerzo escuchando un partido de béisbol con un pinganillo metido en la oreja. En otra mesa, Judy Garland le decía a Shelly Winters que deberían emborracharse y empezar a silbar y a abuchear al pequeño huésped.
A unos metros de allí, alguien lanzó un tomate al coche del ruso, con tan mala suerte que le dio al del jefe de policía de la ciudad. Cuando Kruschev entró en la sala, Elizabeth Taylor se subió a una mesa para verlo bien y luego se sentó ante las fuentes de gambas y pichones. El comisario Parker, que seguía pensando en el tomate, le susurró a Henry Cabot Lodge que no podía garantizar la seguridad del soviético en Disneylandia y decidieron cancelar la excursión.
Tras el banquete, Skouras se levantó, saludó cariñosamente a Nikita y, cuando cesaron las carcajadas, contó que gracias al sistema estadounidense de igualdad de oportunidades pasó de ser un niño pobre que había emigrado de Grecia a presidir aquel estudio. El gobernante replicó que él llevaba trabajando desde que aprendió a andar y que antes de cumplir 15 años pastoreó ovejas y vacas para capitalistas y estuvo empleado en una fábrica, una mina de carbón y una planta química. “¿Y quién soy ahora?”, exclamó. “Ahora soy el primer ministro de la gran Unión Soviética”.
Y siguió contando historias y alardeando de su patria hasta que se acordó de Disneylandia. No entendía por qué no podía ir. “¿Qué pasa? ¿Es que hay una epidemia de cólera allí? ¿Es que los gánsteres se han hecho dueños de aquello? (…) ¿Qué hago entonces, quieren que me suicide?”. Los asistentes se miraban contrariados. Algunos se reían, otros se revolvían incómodos en sus asientos. Marilyn lo observaba agitar los brazos en el aire y quejarse de aquella injusticia, cada vez más rojo y más furioso. “Creía que, cuando viniera, mi seguridad no consistiría en estar dentro de un coche a prueba de balas sudando y achicharrándome bajo su sol durante horas y horas (…) Pensé que podría caminar libremente entre el pueblo libre estadounidense”. Kruschev estaba decepcionado, pero al cabo de un rato se calmó y pidió disculpas por la pataleta.
Luego Skouras lo condujo al rodaje de Can-Can, el musical de Cole Porter protagonizado por Shirley MacLaine que al ruso le pareció un espectáculo degradante (“La cara de un hombre siempre es más hermosa que su culo”, diría después). Por el camino le presentaron a Marilyn y la miró, según declararía ella más tarde, “como un hombre mira a una mujer”. “Es usted una jovencita muy pero que muy encantadora”, lo oyeron decir. “Mi marido le envía saludos”, contestó ella. Y añadió que deberían hacerse más cosas como esa para favorecer el entendimiento entre ambos países. Ya en casa, le confesó a su asistenta que el premier le había apretado la mano durante tanto tiempo y con tanta fuerza que llegó a pensar que quería rompérsela. “Peor hubiera sido tener que besarle”, sentenció. Su descripción del mandatario era contundente: “Es gordo y feo, tiene verrugas en la cara y además en vez de hablar ladra. Dime a quién le gustaría ser comunista con un presidente como ese…”.
La segunda semana del viaje, el señor K se había metido en el bolsillo a toda la población, que lo seguía allá donde iba. De pronto, el recelo se había transformado en expectación. Hasta los medios lamentaron que aquel tipo iracundo y socarrón tuviera que marcharse. Antes de volver a Moscú, y sin haber llegado a ningún acuerdo con su adversario, Kruschev regaló a los nietos de Eisenhower unas insignias con la estrella roja.