La segunda mitad de los años 20 fueron los más alegres de Virginia Woolf (1882-1941), los más fructíferos y satisfactorios, los que le hicieron escribir en este Diario, el 8 de abril de 1925, que estaba venciendo su depresión y ya no se sentía “inclinada a quitarme el sombrero ante la muerte”. Días después insistiría en su dicha: “L. [Leonard, su esposo] & yo éramos tan, tan felices que, como se dice, si tuviese que morir en aquel instante etc.... Nadie podrá decir de mí que no he conocido la perfecta felicidad”. Sin embargo, que nadie busque el secreto de esa exaltación en algo complicado ni costoso. Como la propia Virginia detalla, amaba “la vida de Londres al inicio del verano: pasear despreocupadamente & rondar las plazas & además, si mis libros [...] tuvieran éxito”. También sabía que habría días oscuros, de profunda melancolía, y malas críticas y envidias, pero había descubierto que con algo tan sencillo como “tener 3 libras para comprarme unas botas con suela de goma y salir a pasear por el campo los domingos” podría sentirse dichosa.
A lo largo de estas páginas, sin embargo, abruma su preocupación por el dinero y por las escasas ventas de sus libros, casi tan dolorosas como las críticas, a pesar de que tras el escaso éxito de El cuarto de Jacob (1922) sabía que “escribir es el placer profundo, y que te lean, el superficial”. Así, cuando a finales de abril de 1925 publica El lector común con una tirada de 1.250 ejemplares se proclamará completamente feliz; una semana después, en cambio, ya está “un poco inquieta” ante “una recepción fría, apagada y deprimente”; en mayo, el TLS le dedica dos columnas de cumplidos “sobrios y sensatos que no son ni una cosa ni otra”, y las ventas tampoco acompañan.
Todo cambia cuando en mayo de ese mismo año publica La señora Dalloway. En un solo mes vende más que El cuarto de Jacob en todo un año, y Woolf sueña con superar los 2.000 ejemplares.
Marea de elogios y ventas
El Diario se convierte entonces en una suerte de balance de resultados y críticas en contra y a favor, anotando, por ejemplo, que a su íntimo amigo Lytton Strachey no le ha gustado nada, por sentimental, o que “el Calendar ha maltratado a la Sra. Dalloway, lo que me ha dolido un poco; & luego la marea de elogios me ha inundado otra vez”. Obsesivamente suma ejemplares vendidos, pero por mera supervivencia: como queda claro a lo largo del libro, a mediados de los años 20 hace milagros con su dinero, de manera que era un acontecimiento que pudiera gastarse lo que obtenía (30 o 50 libras) en el TLS o en Vogue en ropa o alfombras, una de sus obsesiones: “Puedo ganar dinero & comprar alfombras y puedo incrementar enormemente el placer de la vida viviéndola con cuidado”.
“Si no sintiera nunca estas tensiones penetrantes –de desasosiego, felicidad o malestar– flotaría en una balsa de conformidad”, escribe en octubre de 1929
La prudencia pronto será innecesaria, porque el éxito de sus libros se multiplica. 1926 la encuentra enredada con Al faro, que redacta “más rápida & libremente de lo que he escrito en toda mi vida” y compara esta fluidez con “las atroces y duras batallas” de La señora Dalloway. Cuando la publica en 1927 el triunfo es abrumador. Pero no puede parar: aún está fresca la tinta y ya está pensando en componer una suerte de poema teatral llamado Las polillas, que será el germen de Las olas...
Inestable, a la exaltación le suceden semanas de depresión en las que se autorretrata ferozmente –“Soy una mujer mayor sin gracia, maniática, fea e incompetente, vanidosa, charlatana & trivial”, “soy pomposa, mediocre, una farsante”. Sentimientos que, lejos de abrumarla, necesita para seguir escribiendo, incluso para vivir. Solo así se entiende que el 11 de octubre de 1929 escriba: “Si no sintiera nunca estas tensiones extraordinariamente penetrantes –de desasosiego, sosiego, felicidad o malestar–, flotaría en una balsa de conformidad.
Aquí hay algo por lo que luchar, y cuando me despierto por la mañana temprano, me digo a mí misma: lucha, lucha”. Implacable con todos, no solo con ella misma, tras visitar a su suegra enferma, que no puede leer ni dormir pero que se aferra a la vida, le comenta a su marido que uno “debería ser capaz de tomarse un veneno. Ella tiene los motivos para hacerlo; no obstante, a los 78 años, sigue pidiendo vida & más vida”. Tal vez, escribe, no todos tengan la serenidad de poder redactar algún día “la sencilla & profunda nota de suicidio que yo me imagino dejando a mis amigos”.
Un buen trago a la vida
Escrito para que fuese la base de sus memorias, que nunca fueron, este diario dejó suficiente material como para que entre 1977 y 1984 Annie Olivier Bell, su sobrina política, preparase los cinco volúmenes del Diario completo, inédito en español hasta hoy, del que aparece ahora el tercer tomo. El primero (1915-1920) comenzaba cuando la narradora decidió llevar un registro de sus sentimientos, mientras que el segundo (1920-1925) da cuenta de sus escritos y de su decisión de trasladarse al centro de Londres.
Sin este tercero, que funciona "a modo de borrador de esa futura obra maestra", ignoraríamos cómo nacieron Al faro, Orlando, La habitación propia o Las olas, los problemas que le plantearon, cómo dudaba y luchaba contra una narrativa fácil y amable, sin aristas. Y sobre todo no podríamos leer, en la magnífica versión al castellano de Olivia de Miguel, su declaración final de dicha, de finales de 1930: "Yo diría que hay pocas mujeres más felices que yo y no es que yo lo sea constantemente, pero siento que le he dado un buen trago a la vida & he encontrado en ella mucho champán".