Rachel Cusk (1967) nace en Toronto, Canadá, se cría en Los Ángeles y desde 1974 reside en Reino Unido. Con veintiséis años empieza a escribir, pero la novela se le revela insuficiente para plasmar su experiencia femenina y, decidida a reventar las convenciones de la narración, rebasa sus límites a través de una personalísima indagación literaria en el género autobiográfico y en la autoficción. Su celebrada trilogía A Contraluz (2014), Tránsito (2016) y Prestigio (2018) es fruto de ese trabajo. Familia, amor, maternidad y matrimonio, pero también con qué mecanismos nos narramos, son sus inagotables núcleos temáticos.
En 2009, tras dos hijas y diez años de matrimonio, la autora se divorcia y, de repente, la realidad es un plato que se ha caído al suelo y se ha roto: su vida es ahora un montón de añicos de punta cortante. De un día para otro se han convertido en una familia devastada y ella, puro rastrojo, el resto sin raíces de algo que alguna vez estuvo anclado a la tierra. Cusk es la muela que debe ser arrancada porque ya no tiene arreglo y la infección duele, es la encarnación de la pérdida irreparable, la hemorragia de la carne herida. Despojos responde a la necesidad de la autora de contar y de comprender qué es eso que queda tras la violencia de su divorcio, qué ocurre con su cuerpo desgajado y reducido a fragmento. Pero Despojos es mucho más que un relato autobiográfico porque la historia de su familia rota contiene las dimensiones universales de toda tragedia.
El lector se reconoce y se teme, asiente y sonríe. Podrían incluso asomar las lágrimas. Toda familia, nos recuerda, es refugio y es prisión y ni siquiera el amor de los padres por los hijos es suficiente para salvaguardar por siempre tan frágil institución. Su análisis, sutil y afilado, se sitúa lejos, muy lejos de las convenciones, y cerca, muy cerca de las verdades incómodas, de lo que no nos gusta oír. Para Cusk, el matrimonio es una entidad rígida y precisamente por eso brutalmente vulnerable: basta con introducir un poco de rencor, una pizca de menosprecio, un tanto de dolor para que la arquitectura se eche a temblar; basta con desear el cultivo de la propia identidad y cuestionar el poder masculino para que los cimientos se desmoronen. Su escritura, como un tejido que se hila sin ruido, nos atrapa sin que nos demos cuenta. Y de repente estamos con ella, en el centro de su intimidad, subyugados por la elegancia con que disecciona la vida de las parejas y las claves de todo divorcio; deslumbrados por la finura con que analiza las tensiones entre matrimonio y condición femenina, así como entre maternidad y feminismo.
Este libro es mucho más que un relato autobiográfico porque la historia de la familia rota de Rachel Cusk contiene las dimensiones universales de toda tragedia
La madre de Cusk fue una mujer muy hermosa que, como tantas otras de su generación, aspiraba a casarse y a ser madre. Igual que muchas, se quedó en casa para asumir las tareas domésticas. Envuelta en estados emocionales cambiantes, en lamentos y miradas perdidas, en eternas conversaciones telefónicas con las amigas, se encargó de preservar la siempre quebradiza paz del hogar. Su padre era quien iba y venía de la oficina a la casa día tras día. De un lado, la feminidad irracional; del otro, la autoridad y la lógica masculinas. Ella, como muchas de nosotras, las hijas de finales del siglo XX, fue educada en la importancia de las matemáticas; jamás le hablaron de buscar marido. No heredó nada de su madre. Fue el padre quien le transmitió sus valores: triunfar, ganar, proveer. Ella los asumió y los hizo cumplir en su matrimonio, pero ahora Cusk se siente una travestida, una mujer que ha confundido las aspiraciones masculinas con el feminismo. Desprecia la dependencia económica de su marido como antes había despreciado la de su madre.
Incómoda en una ropa que no es la suya, Cusk se siente también una extranjera en su cuerpo: incapaz de sentir en sus carnes la mística de la maternidad, se considera expulsada del universo de lo femenino. Por eso se sorprende cuando declara ante la abogada que “Las niñas son mías” y le da igual ser poco o nada feminista porque esa verdad visceral más allá de la justicia la reconcilia con su feminidad atávica. Ya no quiere la paz de la pura igualdad entre los sexos. Quiere pelear por sus hijas nacidas de madre, quiere sentirse menos culpable por haber destruido su hogar. Porque como Clitemnestra, que mató a su marido Agamenón tras su vuelta de la guerra de Troya, la autora vive con la sensación de haber asesinado a alguien.
El mundo se transforma y los matrimonios continúan inamovibles y rígidos, edificados sobre los cimientos de la Sagrada Familia: una madre virginal y un padre temeroso congregados alrededor del hijo salvífico. Despojos se ubica en la grieta del mito cristiano, ahí donde las relaciones familiares emergen como conflicto, ahí donde los padres hacen daño a los hijos, aunque no quieran, ahí donde los hijos son espejos de los padres y son arrojados al mundo con el peso de una herencia que no han elegido. Las hijas de Cusk encarnan el estigma todavía de los divorcios, su lectura pública en clave de fracaso. Las niñas sufren el desprecio de las otras niñas: ¿es eso la civilización? se pregunta la madre.
'Despojos' no es una confesión ni una queja, ni tiene voluntad de venganza. Es literatura que rasga la normalidad funcionarial de los matrimonios
Y es que los verdaderos perjudicados en los divorcios son los niños, nos dice. “La gente ha venido a consolarme a mí, a la guerrera”, se lamenta “pero a mi hija, a la víctima, la tratan con una indiferencia que raya en el desprecio”. Lo cierto es que sus hijas son dos animalitos desvalidos que se mecen con los vaivenes de la madre, un arrullo a la vez protector e hiriente; ellas entienden perfectamente las lágrimas y los insomnios, su frío y su miedo, pero también los esfuerzos sobrehumanos por conservar un pedazo de mundo en el que vivir juntas.
Despojos denuncia el matrimonio como institución que, fundada en el amor, rechaza la violencia, la pulsión de la guerra. Una negación que no hace sino promover un odio larvado, un odio en silencio, rencores ahogados, atmósferas cargadas. La autora disecciona la pareja como entidad social, como estructura que fagocita las identidades individuales y que devora con especial saña los cuerpos de las mujeres: el matrimonio está inventado, nos dice, para volver a las mujeres inaccesibles; esto es, invisibles, fuera del mundo, propiedad del hombre. Por eso la escritura de Cusk se revela como el deseo cumplido de minar la autoridad del matrimonio y defender la legitimidad de sus emociones, más allá de toda lógica e incluso más allá de todo sentido de autoprotección. Asume su condición de ser un yo minado a fuerza de dormir, noche tras noche, en la cama doble de la habitación conyugal y sabe también que es desde su sentimiento de escisión con los otros y con la vida desde donde debe reconstruirse. Un proceso doloroso y difícil que arranca con una radical negación de sí: “estoy encogiendo de dolor”, anota, pero lo que de verdad quiere es desaparecer en su propia hambre.
Impresiona la lucidez con que describe su proceso de recuperación, el descubrimiento de la compasión como herramienta para regresarle el sentido a su existencia insignificante, el acercamiento de nuevo a la posibilidad del amor. Es brillante cómo conduce a los lectores por los entresijos oscuros de su interioridad de mujer como si nos llevara de la mano por un paisaje soleado y claro. Nunca hurga en la herida porque no quiere hacer daño. Despojos no es una confesión ni una queja, ni tiene voluntad de venganza. Despojos es literatura que rasga la normalidad funcionarial de los matrimonios. Ni siquiera nos pide que estemos de acuerdo con ella. Tan solo debemos leerla.