El liberalismo constituye el fundamento de las sociedades occidentales y al mismo tiempo el término liberal se utiliza a menudo en ellas con un sentido despectivo. A esta paradoja se suma la de que el sentido con el que se emplea en distintos ámbitos llega a ser completamente opuesto. Para un conservador estadounidense de estrechas miras, probable votante de Trump, un liberal es un progresista cosmopolita, posiblemente neoyorquino, partidario de la cobertura sanitaria universal, del derecho al aborto y de Naciones Unidas. Para un progre hispano, que quizá dude entre votar a Pedro o a Pablo, un liberal es un enemigo de todo lo público a quien, con tal de que los ricos no paguen impuestos, no le importa que se degraden la educación y la sanidad. Decididamente, parece haber una cierta confusión semántica.
Sin embargo, las palabras importan. Como escribió Madame de Stäel, una de las pioneras del liberalismo, las disputas sobre palabras son siempre disputas sobre cosas, así es que no resulta ocioso explorar su diverso y cambiante significado. Esa exploración requiere distinguir claramente entre los fenómenos concretos y los conceptos rigurosos que es necesario elaborar para comprenderlos. Los conceptos universales, tal como lo comprendieron ya los filósofos nominalistas de la Baja Edad Media, no son entes reales, sino nombres que necesitamos utilizar para entender la realidad. La definición de un concepto como libertad, justicia o nación será siempre arbitraria, por lo que no podemos pretender que sea “verdadera”, sino tan sólo que resulte útil para entender la caótica historia real de las ideas y de las actuaciones políticas.
Rosenblatt logra condensar en 300 páginas la historia política e intelectual del liberalismo entre los siglos XVIII y XX
Una historia del liberalismo ha de ser una historia de lo que dijeron e hicieron quienes se consideraban a sí mismo liberales y también de quienes no utilizaron el término con el sentido que tiene hoy, pero encajan en el concepto. Ese el objetivo que se propone Helena Rosenblatt (1961), de origen sueco y profesora en Nueva York, especializada en la historia intelectual de Francia y autora de libros sobre Rousseau y Benjamin Constant. Hacerlo en trescientas páginas es toda una hazaña, que permite al lector un rápido acercamiento a la historia política e intelectual del liberalismo, centrada en el periodo que va desde las revoluciones del siglo XVIII hasta comienzos del siglo XX, con especial atención a cuatro naciones: Francia, Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos. A España la menciona en dos ocasiones, muy representativas de nuestra conflictiva historia: las Cortes de Cádiz, donde surgió uno de los primeros partidos del mundo que se autodenominaron liberales, y el panfleto del sacerdote Félix Sardá y Salvany que con su expresivo título El liberalismo es pecado (1886) resumió la percepción que de estas ideas tuvo durante mucho tiempo la Iglesia.
El tema religioso es importante en el libro de Rosenblatt. El cristianismo es un elemento esencial de la civilización occidental, cuya historia no puede entenderse sin una continua referencia a él, y ha sido también un movimiento cambiante e internamente dividido, como se demostró en su actitud ante el liberalismo. Los sectores más tradicionalistas, muy mayoritarios entre los católicos y muy poderosos en ciertas iglesias protestantes, le fueron netamente hostiles. El papa Gregorio XVI lo calificó directamente de pestilencia, porque llevaba a la indiferencia religiosa y a la falta de obediencia a los gobiernos. Ello planteó graves dificultades a los liberales de países católicos, que a menudo fueron anticlericales.
En realidad, insite Rosenblatt, no hubo nunca un liberalismo clásico, los liberales siempre han disputado entre sí desde sus orígenes
Por otra parte, es indudable la influencia cristiana en los orígenes del liberalismo, uno de cuyos principios básicos (no recogido, sin embargo, en la Constitución de Cádiz) es la libertad de conciencia. Uno de los grandes precursores del liberalismo, John Locke, sostuvo ya en 1685 que la tolerancia religiosa era un deber cristiano. Y en el difícil y conflictivo proceso de cambio que llevó lentamente hacia la democracia liberal muchos sostuvieron que la libertad necesitaba el sustento de la religión. John Stuart Mill lamentó que el cristianismo impulsara a muchos hacia una egoísta búsqueda de la salvación individual, por lo que consideraba necesaria una nueva religión que inculcara el sentimiento del bien común.
Ese énfasis en el bien común puede parecer sorprendente a quienes identifican el liberalismo con el individualismo extremo, pero Rosenblatt demuestra que era una actitud entre los grandes fundadores de esta corriente política. Hoy se recuerda a Adam Smith sobre todo por su inteligente demostración de las ventajas del libre comercio (hoy de actualidad frente a las tendencias proteccionistas que cobran fuerza en algunos países) pero nunca defendió un individualismo egoísta. En La riqueza de las naciones (1776) escribió que se debería permitir a cada uno perseguir su propio interés, pero de acuerdo con un plan liberal de libertad, igualdad y justicia. No tengo a mano el original inglés, pero con toda probabilidad Smith escribió freedom para referirse a la libertad pero llamó liberal al plan (usando un término de raigambre latina).
¿Qué significaba ser liberal en tiempos de Smith? Era sinónimo de generoso y magnánimo, de acuerdo con el contenido semántico que todavía hoy conserva nuestra palabra liberalidad. Su origen lo explica muy bien Rosenblatt y se remonta a la Roma clásica. La liberalitas era la cualidad propia de un hombre libre dotado de medios económicos que le permitían ser generoso, en contraste con la mezquindad propia de los siervos, la servilitas. Ello denota el componente elitista que en cierta medida mantendría el liberalismo, pero también la convicción de que la generosidad recíproca es indispensable. En el año 44 a. C. Cicerón escribió que la liberalidad era el vínculo que mantenía unida a la sociedad.
Tras el fracaso de la Revolución francesa pasaron décadas hasta que se impuso el concepto, para nosotros tan natural, de democracia liberal
El elitismo de los primeros liberales se acentuó con la traumática experiencia de la Revolución francesa: el sufragio universal masculino se utilizó por primera vez en 1792 para elegir a la Convención… que unos meses después dio comienzo al Terror. La democracia parecía el camino directo hacia la dictadura y pasaron muchas décadas antes de que se impusiera el concepto, para nosotros tan natural, de la democracia liberal. Hay también muchos ejemplos, que Rosenblatt analiza, de cómo distinguidos liberales defendieron tesis clasistas, sexistas o racistas, aunque siempre hubo otros liberales que les reprocharon que con ello demostraban no ser liberales. En realidad, insiste Rosenblatt, no hubo nunca un liberalismo clásico, los liberales siempre han disputado entre sí.
El filósofo John Dewey defendió en los años treinta un liberalismo humanitario favorable a la legislación social, como el que aplicó el presidente Roosevelt. En cambio, el austriaco Friedrich Hayek denunció en 1944 lo que él llamaba socialismo liberal como un camino hacia la servidumbre. Son las dos caras del liberalismo actual, tan opuestas que el término carece casi de sentido. Quizá por ello el antiguo grupo liberal-demócrata del Parlamento Europeo se llama desde 2019 Renovación, y sus dos partidos más importantes República en Marcha y Ciudadanos, para evitar etiquetas que algunos votantes rechazan.