Lo mejor del libro es que va al grano. En pocas páginas, la autora expone su parecer, bastante bien documentado, sobre una cuestión nada fácil: ¿la música puede hacernos mejores personas?; y otras que la rodean: ¿sirve para facilitar la convivencia y consolidar la comunidad?; ¿eso es bueno siempre? A la primera pregunta responde que sí, que la música nos puede ayudar a ser mejores personas (subrayando el puede); a la segunda, también que sí, porque refuerza el vínculo con el prójimo; y, a la última, que según dónde pongamos la raya de la proximidad.
¿Por qué mecanismo pueden hacernos mejores personas Beethoven o Led Zeppelin? Alicja Gescinska propone este: oír música es un ejercicio de empatía que abre una vía certera al corazón del otro. Oír y asimilar una pieza de música es conocer el mundo interior de su autor y de su intérprete y, dado que conocer a otro es siempre reconocerse en él, siquiera sea parcialmente, la música resulta ser una vía de autoconocimiento. El gran Witold Lutoslawski consideraba la música una mano tendida al otro. Aseguraba que sus oyentes, aun sin conocerlos, le aliviaban los dolores existenciales.
La música crea comunidad, porque el músico —sea compositor, intérprete u oyente— añade siempre un tú al yo, dando lugar a un nosotros. ¿Eso es bueno? Depende. Cada nosotros, salvo que sea universal, que rara vez lo es, define un vosotros e inevitablemente lo excluye, como demuestra, de tragedia en tragedia, la historia de las naciones. La música compartida crea conciencia de grupo, crea patria. Gescinska, polaca errante ella misma, nos recuerda que la Polonia moderna no existiría sin la música del emigrado Chopin, que aglutinó un hogar nostálgico (de ahí, por cierto, el título del libro) para la diáspora de su país. “Chopin compuso Polonia”, llegó a decir el poeta Wilhelm Lenz. Algo parecido podríamos afirmar de Finlandia y Sibelius y de Italia y Verdi y no sé, incluso, si de Alemania y Wagner. En este sentido, la música es tan buena o tan mala como las patrias. Es poderosa, para bien y para mal.
Gescinska ve la música como un ejercicio de empatía en esta búsqueda seria de una pensadora que vale la pena leer
La autora no abusa de su posición: da la misma cancha a los partidarios del sí, como Lutoslawski, y a los del no, como Penderecki, el otro patriarca moderno de la música polaca. Penderecki, que nos acaba de dejar, considera ingenuo confiar en el poder transformador de la música y eso que su propio catálogo está lleno de obras que parecen tener intención moral. Esta cuestión ha dividido también desde siempre a los pensadores. Gescinska sitúa en la esquina del no a Platón y Kanty, en la del sí, a Schopenhauer, Scheler, Edith Stein, Martha Nussbaum y Roger Scruton. A Steiner le hubiera encantado estar en el rincón del sí, pero su honradez intelectual se lo impedía. Recordaba amargamente a los nazis que practicaban el horror por la mañana y se sentaban por la tarde en la ópera. En un rincón neutral encontramos a Theodor Adorno.
En apoyo de su visión, Gescinska acude sobre todo a las frases de Vladimir Jankélévitch, una de las mentes más finas de las que se han detenido a pensar la música: suyo es “el desarme de los corazones” y la idea de la música como interacción o como “diálogo afectuoso entre tú y yo”. También se lee a Sándor Márai (“uno no puede ser músico sin consecuencias”) y a Nussbaum (“la música es una invitación a la solidaridad”), pero este libro es mucho más que una reunión de frases ingeniosas: es una búsqueda seria de una pensadora a la que vale la pena leer. “La música no nos hace santos —dice—, pero puede ayudarte a comprender mejor al otro”.