El año 1968 –no solo mayo y no solo París– fue un punto de inflexión en muchos sentidos. Si se permite la esquematización apresurada, cabe vislumbrar un torrente contestatario –en todo el mundo, no solo en el Occidente acomodado– que se bifurca rápidamente en dos ramales que corren una suerte desigual, casi antitética: por un lado, el éxito casi inmediato de la protesta en el campo de la cultura y las costumbres (desde la emancipación femenina a la revolución sexual); pero por otro, el fracaso rotundo de las propuestas revolucionarias propiamente dichas, no solo en Francia sino en todas partes. Dicho brevemente, si el 68 fue una revolución política, consiguió en este ámbito concreto muy magros resultados.
Precisamente por ello dejó, sobre todo en las generaciones juveniles que protagonizaron las revueltas, un patente poso de frustración, un caldo de cultivo que propició la búsqueda de atajos revolucionarios mediante los que acceder a un poder que se tornaba esquivo y, en opinión de todos ellos, visceralmente represor, por debajo del disfraz democrático: si el Estado burgués era intrínsecamente despótico, solo con una fuerza equivalente se le podía combatir con garantías de triunfo. Ello conllevó en definitiva la sustitución de las vías pacíficas por las alternativas violentas –sabotajes, secuestros, atentados– y, desde el punto de vista operativo, la constitución de grupos radicales que hicieron del terrorismo algo más que un método de lucha, toda una concepción de la vida política.
“La deriva terrorista en Occidente” –como reza el subtítulo del libro– ha sido un asunto ampliamente analizado por las ciencias sociales, tanto desde la atalaya de la politología como de la historia. Por razones obvias, ha dominado en esos estudios el enfoque nacional y ello ha propiciado que se conozcan bien, por ejemplo, los casos de la alemana Baader-Meinhof, la italiana Brigadas Rojas o los Tupamaros uruguayos, así como naturalmente el caso de ETA o el siempre específico problema de Irlanda del Norte. Lo que ya no ha sido tan frecuente es el examen global del terrorismo posterior al 68 desde una perspectiva transnacional y comparada y es precisamente en esa línea en la que se inscribe este volumen.
El libro ofrece una magnífica visión de conjunto del terrorismo que fue mucho más que una táctica política
Se trata de una obra colectiva resultado de la colaboración de diecinueve profesores universitarios, con abrumadora mayoría de españoles (catorce). Como inevitable consecuencia de ello el resultado final aparece sesgado: así, por ejemplo, de los once “estudios monográficos” que integran la tercera sección, más de un tercio (cuatro) se ocupan de fenómenos terroristas en nuestro suelo, en tanto que los siete restantes (bastante heterogéneos) parecen distribuirse más en función de la especialización de cada uno de los participantes que de criterios objetivos. Tanto este rasgo como el sesgo antes mencionado son consustanciales a este tipo de obras, un peaje poco menos que inevitable y, de cualquier modo, conviene recalcarlo, una objeción que en ese caso no afecta al contenido propiamente dicho de las distintas contribuciones, que alcanzan gran altura.
En consonancia con los objetivos generales del libro, antes señalados, me han parecido especialmente interesantes las dos primeras secciones del volumen. La primera traza un panorama del “terror alrededor del mundo” (José Manuel Azcona), desde “los orígenes del terrorismo revolucionario” (excelente capítulo del especialista Juan Avilés) hasta las relaciones de la violencia con el nacionalismo (Nick Brooke). Aún más original –por lo menos en este tipo de obras– es la segunda sección, dedicada a la radicalización cultural, con el examen de los movimientos contraculturales, el cine y la llamada canción protesta, entre otras manifestaciones. Se consigue así una magnífica visión de conjunto del terrorismo, que fue –y es– mucho más que una simple táctica política.