Todos los lugares que se mencionan en la nueva novela de Juan Pablo Villalobos (México, 1973) pueden situarse con facilidad en un mapamundi; sin embargo, el narrador de La invasión del pueblo del espíritu se niega a utilizar topónimos, de modo que Barcelona no es tal sino “la ciudad”, y Argentina, México, Rusia o China no son convocadas bajo esos nombres, sino como localizaciones geográficas de una amplitud mayor que desactivan la lógica política: Cono Sur, Nororiente, la Tundra, etc. Así funciona el espacio en estas páginas: más allá de la cercanía vecinal, hay un mundo que Villalobos se resiste a considerar parcelado por identidades coaguladas. En cuanto al tiempo, el libro también elabora su propia visión, puntualizando con regularidad calculada que pasado, presente y futuro conversan, sí, pero que es este último, el futuro, el que nos espera irremediablemente, y más vale afrontarlo con ternura y lealtad.
Habrá quien piense que “el futuro nos espera, no el pasado” es una obviedad, pero conviene comprender que, en la novela, esa no es una tesis sino una atmósfera moral. Y no descartemos que el curso de la política actual en la Ciudad, la Península, el Continente y Occidente se expliquen por la exigencia uterina y egoísta (además de absurda) de que el pasado vuelva a configurar nuestro futuro. Es decir, que La invasión del pueblo del espíritu es una celebración de la cercanía y la amistad, de la esperanza, y una mueca de desprecio incruento hacia toda forma de reaccionarismo. Sobre todo, es una novela muy divertida, ágil como un paseante feliz.
Esta novela es muy divertida, ágil como un paseante feliz, una celebración de la amistad, de la esperanza
El protagonista se llama Gastón, tiene un perro que llamado Gato y un huerto en el que cultiva las papas favoritas de un deportista que es razonable identificar con Messi. Su mejor amigo es Max, que anda en el trance de perder su restaurante como el propio Gastón está a punto de perder a su perro moribundo. Max tiene un hijo biólogo empeñado en defender la existencia de extraterrestres, y un padre corrupto que a robar lo llama “un malentendido”. Viven en un barrio con muchos inmigrantes y no pocos indígenas empeñados en odiarlos. Los precios suben, los partidos de fútbol marcan el ritmo de la vida, las formas más cómicas de paranoia se enseñorean del sentido común de comerciantes, concejales y jubilados. Es el siglo XXI, vaya. En las calles de Barcelona transcurre una trama que asienta un pie en el costumbrismo y otro en la comedia loca, logrando que ambas cosas parezcan lo mismo gracias a un ritmo calmado, cívico, profundamente compasivo.
En un momento dado, el narrador dice de un modo indirecto que no desea escapar del realismo, un objetivo que cumplirá gracias a un truco infalible: forjar su propia idea de realismo, que aquí se comprende como el poder del escritor para contar una pequeña historia y solo esa, en voz baja y tono menor, sin grandes ambiciones aparentes, confiando en que la experiencia de la lectura sea grata, cómplice y reveladora. Porque late aquí la ambición inaparente de revelar, de escribir con tinta invisible y confiar en que el lector aporte los infrarrojos que permitan atisbar los signos ocultos. E insisto: sobre todo, hay voluntad de divertir.
Esa diversión implica una visión del mundo antiesencialista y antiterritorialista, integradora, que no por capricho recurre a la primera persona del plural para narrar los acontecimientos. En La invasión del pueblo del espíritu la voz narrativa alude al lector, nos muestra las bambalinas de la historia de Gastón, nos incorpora al movimiento como si estuviéramos rodando en común un largo plano secuencia: “vamos”, “miramos” juntos. Es más, nos retiramos juntos cuando toca honrar el dolor o la intimidad de un personaje, porque “incluso al escribir ficción hay que respetar una moral o una ética”. Esta es una frase débil como sentencia solemne, vale, pero en cambio es muy eficaz en el contexto en que se inscribe y en su verdadera intención, simultáneamente irónica y sincera. Nos la creemos porque, a esa altura, el libro lleva 200 páginas siendo nuestro confidente, el garante de que “estamos solos” y “no estamos solos” son verdades compatibles.