El Papa, precursor de estos tiempos, quería una foto, la acuñación de una reprimenda. Cumplía órdenes (de Dios, se entiende). Y puso un dedo tieso sobre la cara genuflexa de Ernesto Cardenal, que le sonreía. La foto fue un éxito. Para ambos. Hoy lunes, ante la muerte de Cardenal, la foto habrá vuelto, estará saliendo del baúl de símbolos de todo un siglo.
Lo que no sabía el papa Wojtyla era que la política del ángel rebelde no consistía sólo en su militancia explícita, ni en su pertenencia al gobierno sandinista. Consistía en el futuro.
Yo tenía dieciocho años. Había leído El estrecho dudoso y empezaba a comprender, tras destruir todos mis poemas sociales con mensaje directo o todo lo más irónico, empezaba yo a comprender lo que quería decirme el poeta Cardenal. Como su maestro Pound, como Eisenstein en el prisma alucinado y no menos social de El acorazado Potemkin, el arte, más una cosa que habla de política, es una política en sí por el hecho de que hace sitio a voces, sitio explícito, un sitio, no una reconversión.
Los poemas largos de Cardenal dejan oír sin más ni menos el rumor sumergido de susurros leguleyos, dinásticos, oprimidos, indios, enamorados, comprobables. Los pone a convivir y no necesita, por tanto, el mensaje explícito. Confía en esta convivencia explosiva de signos y confía en quien lee ese cruce.
Más que contarnos didácticamente el mal, nos permite mirar por el ojo de la cerradura de palacios, de cabañas rotas; oír el parloteo de las llamas y el enroscarse cruel del pergamino de los emisarios. Todo eso configura en Ernesto Cardenal el ideograma en que convive la expresión explícita del presente, la voz propia como música que lo hila todo, con el crujir de la rodilla que se pliega en un momento oscuro de la historia.
Todos los momentos de la historia son oscuros, salvo algunos de amor. Hoy la vida admirable y amorosa y consciente de Ernesto Cardenal es al fin un poema perfecto de Ernesto Cardenal: vuelve, sin duda, la rodilla postrada; vuelve el frufrú blanco del hábito papal y vuelve la expectación eterna entre la defensa pontificia del pasado y la lucha incierta y poética por el futuro. Pero Cardenal es incluso más que los poemas que escribió y que el poema involuntario y configurado por su fe en lucha con el estamento.
Fe en lucha ha sido la de muchos curas o frailes poetas, desde San Juan a Hopkins. La empresa verdaderamente impagable de Cardenal –como la de ellos dos, por cierto- está en su poética, en cómo sus poemas se deben a una disposición irrenunciable: acercarse al misterio doble del mundo, al enigma explícito que en él se traduce en fe, y al lenguaje que también es fe.
Lenguaje descomunal en su caso: cómo ceder sitio a voces enterradas, a historias sumergidas, al cruce gramatical, ideológico, ideogramatical, entre palabras que suenan en los camarotes inundados del barco hundido, los ayes de tercera, el gemido de la historia, y lo que le sucede una tarde a un enamorado que se entera de que su novia está con otro. Hasta en los epigramas menores de Ernesto Cardenal hay una épica. Porque están insertos en la encrucijada. Sí, un hombre se entera de que su chica se ha ido con otro, y entonces escribe un poema contra el Gobierno y lo meten preso. ¿Significa la brevedad emocional de esas líneas que ese gobierno no merecía el ataque? Toda poesía, larga o breve pero enorme, es el estallido humilde de un detonante íntimo, vivo.