No puedo leer a Cioran sin invocar mi adolescencia, absurdamente enamorada del pesimismo. Pasé mi juventud leyendo a Cioran. Con avidez y fervor, como se lee en esos años donde el futuro parece algo que nunca acontecerá. Su voz me parecía certera y profética. Anunciaba que el hombre era una anomalía, un desgraciado accidente de la evolución. Todos los logros de la especie humana serían disipados por el tiempo, que reduciría todo a polvo, sin discriminar entre lo valioso e insignificante. En un cosmos ciego y dominado por el azar, lo más sensato sería levantar la mano contra uno mismo y poner fin a nuestra conciencia, que nos muestra claramente nuestra miseria. No somos la imagen de Dios; somos un epifenómeno, una irrelevante nota de un devenir que devora sin tregua todo lo que engendra.
Cioran invitaba al suicidio, donde aprecia un gesto de libertad y clarividencia, pero murió con 84 años, víctima del Alzheimer. Esa incongruencia, altamente comprensible, me hizo sospechar que Cioran, maestro de paradojas y desengaños, solo era un aciago impostor. Saber tiempo después que sufría una aparatosa hipocondría acentuó mi desengaño. Cuando el hombre no está a la altura de sus ideas, su credibilidad se tambalea.
Tusquets acomete la edición de las obras completas de Emil Cioran, rescatando su primera obra, En las cimas de la desesperación, y publicando sus Cuadernos (1975-1972). En el primer caso, recupera la excelente traducción de Rafael Panizo, aparecida en 1991. En el segundo, aporta una nueva y meritoria traducción de Mayka Lahoz. Es la primera edición en castellano de los diarios íntegros del filósofo rumano. Se trata, pues, de un verdadero acontecimiento editorial. Cioran es un pensador inmutable. Su visión de las cosas nunca experimentó cambios. Su pesimismo jamás se atemperó. En las cimas de la desesperación ya contiene su pensamiento completo. Durante las décadas siguientes, explorará las casi infinitas variaciones de un puñado de ideas que producen una mezcla de espanto, perplejidad y risa.
No hay que olvidar que el incurable melancólico exalta el canibalismo y el infanticidio para librar al cosmos de nuestra ridícula especie, cuya arrogancia le ha impulsado a inventar dioses y valores. Con solo 23 años, Cioran ya habla de su propia muerte: “Una loca voluptuosidad de una ironía infinita se apodera de mí cuando imagino mis cenizas desperdigadas por todo el planeta, […] diseminándose en el espacio como un eterno reproche contra este mundo”. Cioran ironiza sobre los que quieren hacer algo de provecho, sin reparar en que el tiempo borrará todo, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo. Deberíamos declarar la guerra al tiempo, pero sería inútil. Es mejor combatir a los sabios y los moralistas, que hablan de sabiduría y virtud, fingiendo que hay cosas sagradas y permanentes. Debemos rendir culto al diablo, puesto que “expresa simbólicamente la vida mejor que el propio Dios”.
Si la originalidad de Cioran como pensador es discutible, su prosa, ligera y chispeante, no admite ningún reproche
Es absurdo adherirse a cualquier doctrina humanitaria, pues el sino del hombre es vivir en la miseria. Miseria material y espiritual. El hombre es el animal más desdichado. Meditar sobre nuestra insignificancia ya representa una conquista. Cioran desprecia esta reflexión. Somos el animal más imperfecto, pues vivimos en el tiempo, conscientes de nuestra finitud. La única grandeza del hombre reside en su capacidad de rebelarse contra la vida, suicidándose.
Los Cuadernos nos muestran a un Cioran más amable, que abre su buhardilla parisina a sus amigos y narra las incidencias de la existencia cotidiana. Incluso en dos líneas despunta su gran estilo: “Cada ser, en cuanto tal, me pone fuera de mí. Fui hecho para dialogar con alguna sombra de Dios”. Si su originalidad como pensador es discutible, su prosa, ligera y chispeante, no admite reproches. El ingenio y la intuición poética nunca declinan: “¡Cómo lamento no haber nacido
resignado! Nací vencido: es peor”. Estés o no de acuerdo con sus exabruptos, tienes que admitir la excelencia de su pluma. “En lo tocante al lenguaje –escribe–, voy cada vez más hacia el desposeimiento y hacia una transparencia deseada y conquistada”.
Presumo que Tusquets no publicará La transfiguración de Rumanía, el libro maldito de Cioran. Aparecido en 1936, el pensador rumano elogia a Hitler, vitupera a los judíos, la Noche de los Cuchillos Largos y condena la democracia. ¿Un pecado de juventud? Cioran lamentó sus palabras, pero su filosofía, trufada de nihilismo y antiintelectualismo, recuerda las aguas putrefactas del nazismo. Algo similar puede decirse de Heidegger, que atribuye al pueblo alemán la responsabilidad de restaurar el espíritu griego, eliminando la herencia judeocristiana.
En las cimas de la desesperación incluye un autorretrato de Cioran: “Soy la contradicción absoluta, el paroxismo de las antinomias y el límite de las tensiones; en mí todo es posible”. Cioran merece ser leído. Sus piruetas formales son embriagadoras, pero creo que no debemos recordarlo como a un filósofo, sino como a un dramaturgo que escribió una única obra protagonizada por un yo turbio e hiperbólico. Un bárbaro con el ingenio de Montaigne o, por uti-
lizar sus palabras, “un salvaje apocalíptico repleto de llamas y tinieblas”.