El presente libro viene a sumarse a la corriente, hoy extremadamente en boga, de cuestionar la validez del concepto de Producto Interior Bruto como índice de la prosperidad de una sociedad. El periodista económico David Pilling (Mánchester, 1943) traza una amena historia del PIB desde que el economista ruso-americano Simon Kuznets, creador de la Contabilidad Nacional de Estados Unidos, lo definiera en los años treinta del pasado siglo, y explica algunos intentos recientes y muy meritorios de mejorar la medida del bienestar. (Por cierto, ¿no se podría haber traducido al español el delusion del título por “engaño” mejor que por “delirio”?).
El Producto Interior Bruto representa el valor añadido de los bienes físicos y servicios generados por un país, al cabo de un período determinado. Dicha magnitud equivale al gasto que sus habitantes realizan, deducidas las importaciones y sumadas las exportaciones. Y también se corresponde con la Renta Nacional, flujo total de ingresos recibidos en el mismo tiempo. Es frecuente la identificación del Producto Interior Bruto (PIB) con la riqueza de un país, lo cual resulta erróneo. En realidad, aquella magnitud expresa una corriente de bienes y servicios. Por ejemplo, el PIB de España de 2018 no incorpora el valor de los hoteles creados hace varios años y que, funcionando a pleno rendimiento, forman parte de su riqueza; en todo caso, debe incluir la reposición o amortización de los elementos renovados en el último ejercicio.
Evidentemente no tiene demasiado sentido comparar el PIB de un país grande, como China, con el de uno más pequeño, por ejemplo, España. Aquel, sin duda, es mucho mayor; de hecho, lo multiplica por 14. El PIB de China crece mucho más aprisa (6,6 por 100 en 2018) que el de España (2,6 por 100). Además, la escala de precios es muy distinta en ambas economías. Pero si atendemos al PIB por habitante, y se ajusta el poder de compra de sus respectivas monedas, resultará que lo producido, en el último año, por el español medio es más del doble de lo generado por su homólogo asiático.
Pilling demuestra las deficiencias del PIB para valorar la riqueza de un país, aunque reconoce que todavía es un concepto insustituible
No obstante, como enumera Pilling, existen sin duda argumentos válidos en contra de la sutileza del PIB. Así, elementos que influyen en la calidad de vida de un país como el clima, el paisaje o la sociabilidad de la gente permanecen al margen de dicho concepto. Numerosos servicios, por ejemplo digitales, no se contabilizan en el PIB. Aunque en los últimos años se ha intentado averiguar la importancia cuantitativa de la economía sumergida de un país, incluido el tráfico de drogas y la prostitución, como ya se hace con la producción y venta de armas, Pilling subraya su incapacidad para valorar servicios gratuitos prestados en el seno de una comunidad, o la estimación insuficiente de la destrucción de los recursos naturales que el crecimiento lleva consigo.
Asimismo, el autor nos muestra que el PIB por persona, ya sea en su nivel absoluto o en su tasa de crecimiento, no se corresponde siempre con la esperanza de vida: en Estados Unidos ambos registros han divergido en la última década. El autor también destaca los fallos cometidos por la banca en la asignación del capital, justo antes de que se desatara la crisis de 2008, y cómo entonces el crecimiento del PIB internacional ofuscó a muchos economistas y financieros. Se hace eco asimismo de los reproches dirigidos al PIB per cápita por no revelar el grado de distribución del Producto o la Renta Nacional entre los habitantes de una sociedad. Sin embargo, aunque esta crítica, junto a muchas de las anteriores, evidencia la extendida desconfianza en la apreciación del crecimiento económico en nuestros días, hay otros medidores del grado de equidad económica que pueden complementar la información del PIB.
En resumen, como reconoce la mayoría de los economistas, y como refrenda el propio autor del libro, el PIB –con sus mediciones anejas– resulta una medida significativa, eficaz y simple del progreso económico, en términos tanto absolutos como relativos, constituyen do hoy un concepto insustituible.