Dice Vera Brittain (1893-1970) en esta autobiografía que los pacifistas han afirmado a menudo “que la guerra produce más criminales que héroes; que, lejos de desarrollar nobles cualidades en quienes participan en ella, saca lo peor de las personas. Si todo esto fuese verdad, creo que las aspiraciones de los pacifistas estarían mucho más cerca de cumplirse de lo que están”. Sin embargo, la escritora reconvertida en enfermera también apunta que “mientras dura la guerra, el heroísmo a que da lugar supera con mucho al embrutecimiento. Entre 1914 y 1919, hombres y mujeres jóvenes, desastrosamente puros de corazón y ajenos al egoísmo y la cínica explotación de los mayores, se consagraron una y otra vez a un fin que creían, e intentaron seguir creyendo, que era noble e idealista. […] Sin duda, este estado mental era, como decían los propagandistas antibélicos, ‘exaltación histérica’, pero dio resultados concretos en forma de una paciencia formidable, una resistencia sobrehumana y una reafirmación constante de un valor inconcebible”.
Ahora que se ha reeditado Testamento de juventud (1933), y que, además, ha sido adaptada para televisión, al principio pensé que no serviría más que para añadir otro texto romántico a la nostalgia por la guerra. Sin embargo, Testamento no es producto de la emoción rememorada en un estado de serenidad, sino de una gran inquietud surgida bajo la mirada vigilante de la fuerza política del pacifismo, el feminismo y el socialismo británicos posteriores. Lo que brota de estas páginas es, por emplear las palabras de la autora, la voz de una joven “desastrosamente pura de corazón” aquejada de la “exaltación histérica” de todo un país. Desde una perspectiva más amplia, es la historia de una generación de jóvenes inglesas que llegaron a la edad adulta en la Primera Guerra Mundial, cuya experiencia de la pérdida –de maridos, hermanos, amantes, padres, primos y todos sus jóvenes amigos– nunca se ha narrado mejor. También registra la voz de los ángeles blancos que luchaban con ingenuidad en el lado de la destrucción.
La de Brittain es una autobiografía tan estimulante como la de San Agustín y tan dolorosamente personal como la de Rousseau
Estas memorias nos obligan a reconciliarnos con el “heroinismo” de los tiempos de guerra. Mientras que en los colegios privados enseñaban a los chicos a aspirar al honor y la gloria de morir por su país en el campo de batalla, la primera generación de chicas se miraba no en las heroínas de Jane Austen y George Eliot, sino en Lyndall, la protagonista feminista de Historia de una granja africana. Brittain tuvo la suerte de que su profesora en St. Hilda le diese la radical novela de Schreiner, y de que su amante, Roland Leighton, compartiese su pasión por el libro. La tragedia de Historia de una granja se hizo realidad en su diario cuando perdió a su amante en las trincheras, y desde entonces la escritora hizo suyo el feminismo, el pacifismo y el socialismo de Schreiner a lo largo de toda una vida de trabajo creativo antibélico.
Testamento de juventud es una de las grandes autobiografías de todos los tiempos, tan estimulante moralmente como la de San Agustín y tan dolorosamente personal como la de Rousseau, si bien el diario de guerra que se añade en esta edición tiene tanto que ver con ella como el hígado crudo con el paté. No me malinterpreten. Lloré con el libro, y ustedes también llorarán, pero es demasiado sangriento y orgánico, demasiado crudo en sus sentimientos y sus experiencias para digerirlo en su estado original. Brittain lo sabía mientras se esforzaba por sacar de él una novela y luego publicar el diario propiamente dicho. Abandonó ambos proyectos y escribió su biografía como se escribe historia social, atendiendo a su clase, su sexo y su generación y liberándose por fin de las tenazas del patriotismo y el sopor de la nostalgia de la guerra aferrándose firmemente a su pasión por la paz. Por ello, la diferencia entre ambos textos no reside solo en el género literario. Testamento de juventud es lo que indica su título: una herencia para la siguiente generación que da testimonio de las pérdidas de la guerra, y un pacto, no con Dios, sino con las mujeres y trabajadoras a quienes la autora dedicó el resto de su distinguida vida literaria.
Al tener su origen en una experiencia real, la “denuncia de toda una civilización” llega con más pasión al lector. Brittain no esconde su patriotismo, se enamora, juega al tenis, se esfuerza por entrar en Oxford, pierde en el frente a su amante, a su hermano, y luego, uno por uno, a todos los jóvenes que conocía, se convierte en enfermera voluntaria y recita poemas de Rupert Brooke y Wilfred Owen. La angustia de las listas de bajas, de las heridas psicológicas agravadas por la muerte y la agonía, es inmediata y real. La joven se salvó de la desesperación descubriendo heroínas reales, como sus profesoras en el Somerville College de Oxford, o literarias, como las de las novelas de Olive Schreiner.
A nadie se podría calificar de heroína con más razón que a Vera Brittain. Pero ella no habría querido que su vida se limitase al encanto nostálgico y morboso de la enfermera de guerra. Cuando el conflicto acabó, eligió a las mujeres (en particular a la crítica y novelista Winifred Holtby) como el centro emocional de su vida posbélica, si bien aceptó un matrimonio de conveniencia con el fin de tener hijos que pudiesen ayudar a reconstruir Inglaterra. La labor que desarrolló su hija Shirley William en el Partido Laborista fue una manera de hace realidad el legado de su madre.
En el examen para la concesión de la beca de ingreso a Somerville se pidió a Brittain que explicase el pronunciamiento ásperamente patriarcal de Thomas Carlyle según el cual la historia es la biografía de los grandes hombres. Su iconoclasta disertación fue el comienzo de una carrera literaria que iba a volver del revés y poner cabeza abajo esta afirmación. La historia que ella escribía elegía a heroínas que luchaban por la libertad de las mujeres y de la clase trabjadora.
Virgina Woolf le contó a Ethel Smith que se había quedado toda la noche en vela para leer Testamento de juventud, y escribió en su diario que lo había devorado “con extrema avidez”, aunque se había sentido en contacto con una “mente fibrosa y metálica”. “Un libro muy bueno en su género. Ese género nuevo, profundamente angustiado, que escriben los jóvenes y que yo nunca podría escribir. Nadie había escrito antes un libro así”, aseguró la autora de La señora Dalloway y Las olas.
También al diario adjunto le está reservada la misma condición de clásico, aunque sea mucho más crudo y sangriento, fibroso y metálico que la autobiografía, en la que la autora intentó “escribir historia desde la vida personal”. Tanto si conocemos a Vera Brittain por su diario como por su autobiografía, lo que descubrimos es una historia social de “heroinismo” autoconsciente, un ruego para que desaparezcan los ingenuos ángeles blancos.
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