Harold Bloom acaba de dejarnos, pero nos ha legado una enseñanza fundamental: el crítico literario debe ser honesto. Y, honestamente, yo debo reconocer que hasta ahora no había leído nada de Olga Tokarczuk (1962), la escritora polaca a la que la Academia Sueca ha honrado con el Nobel de 2018. Los errantes es el primer título que llega a mis manos de una obra compuesta por relatos, novelas, ensayos y poemas. Comencé el libro sin grandes expectativas, pues el Nobel es un premio que muchas veces obedece a criterios de oportunidad y no de excelencia. Sólo necesité unas páginas para admitir que me había adentrado en un territorio donde el humor, el ingenio y las inquietudes más profundas habían arraigado, urdiendo una visión del mundo poderosa y original, donde el escepticismo y la necesidad de certezas mantienen una intensa pugna. “Existo, aquí estoy”, afirma Tokarczuk, con el fatalismo del que se enfrenta a lo irreversible.
Los errantes es un texto deliberadamente híbrido, que combina varios géneros: la autobiografía, el libro de viajes, el cuento, el ensayo filosófico. Incluye, además, mapas y dibujos. Al igual que un río, arrastra toda clase de materiales: vivencias, sueños, ficciones, minucias. Tokarczuk reivindica el fragmento, el apunte, la nota a pie de página, pero su escritura no es caótica ni deslavazada. La exaltación de lo fragmentario e incompleto no es un tributo al desorden, sino una declaración de principios. No sin cierta complicidad con Cioran, Tokarczuk reivindica la condición de apátrida, de nómada incapaz de establecer un apego duradero con una tradición y un paisaje: “lo he intentado muchas veces, pero mis raíces nunca fueron lo suficientemente profundas”. Y añade: “no he sabido germinar, no me nutro de la savia de la tierra”. Desarraigada e intempestiva, Tokarczuk no reconoce otra patria que “el vaivén de los autobuses, el traqueteo de los trenes, el rugido de los motores de avión y el balanceo de los ferrys”. Admite que no colecciona nada. Prefiere los libros de tapa blanda, pues así puede extraviarlos sin pena. Es mejor afrontar la muerte sin ningún lastre que encienda una absurda nostalgia.
Tokarczuk estudió psicología en “una sombría gran ciudad comunista”. Su facultad fue sede de un destacamento de las SS y se había construido sobre las ruinas del antiguo gueto judío. El lugar, pese a los cambios introducidos por la postguerra, “seguía perteneciendo a los muertos”. La vocación literaria surgió tras descubrir sus escasas dotes como psicoterapeuta. Sus conflictos interiores le parecían más interesantes que los problemas de sus pacientes. Sentía que no comprendía la vida, que lo esencial se le escabullía, que sólo atisbaba “huellas” y “pálidos vestigios”. Sus primeras experiencias como escritora son descorazonadoras. Escribir una novela significa recluirse en una celda y escarbar en las entrañas. Para crear orbes imaginarios, “una de las peores formas de autoempleo”, hay que ataviarse “con un delantal de carnicero, calzarse unas botas de goma y empuñar un cuchillo de destripar”. Tokarczuk reconoce que sobre todo le atrae “lo incompleto, monstruoso y repulsivo”. Su fascinación nace de saber que el universo cabe en un surco del cerebro. Lo infinitesimal es el espejo de lo inabarcable.
'Los errantes' es un hermoso libro sobre la necesidad de traspasar fronteras para saber algo más de nosotros mismos
¿Por qué viajar entonces? ¿No sería mejor limitarse a explorar nuestra psique? Indudablemente no, pues es preciso salir de la propia vida, ponerse en contacto con los otros. Leer es una forma de viajar. Tokarczuk confiesa que una de sus guías de viajes preferidas es Moby Dick, la historia de un monstruo. El mundo cada vez es más oscuro e inhóspito. Podemos objetivarlo en historias, pero jamás lograremos controlarlo del todo. Escribir es una forma de fracaso que demanda personas “inseguras, indecisas, fáciles de enredar”, cuya necesidad de narrar arranca de un pasmo infantil. La primera experiencia de asombro no brota de una filigrana intelectual, sino de la estupefacción que nos produce tener un cuerpo. La carne merece perdurar, conocer el esplendor de la eternidad: “Es un escándalo que [el cuerpo] sea tan frágil y delicado”. Tokarczuk afirma que el alma no sirve de gran cosa, pero cada cuerpo es precioso e irrepetible. Esa convicción explica algunos de los relatos insertados en el texto, como las peripecias del doctor Blau, experto en conservar cadáveres mediante el proceso de plastinación, o la historia del cirujano flamenco del siglo XVII Philip Verheyen, que conservó su pierna amputada y le escribió varias cartas, aventurando tesis panteístas. “¿Es Dios mi dolor?”, clama Verheyen, preguntándose si cada brizna de existencia forma parte de una totalidad viva e infinita.
“Los errantes” es tal vez el relato más ambicioso. Narra el deambular de Ánnushka por Moscú, huyendo de un hogar con un hijo enfermo y un marido traumatizado por la guerra. Acude a una iglesia y se encara con el semblante de Cristo, pero en su rostro sólo descubre debilidad, impotencia. No parece un salvador, sino un ahogado. No hay otra salvación que moverse: “Bienaventurado es quien camina”. La quietud siempre crea insatisfacción. Roma, Jerusalén, la sombra del árbol donde Buda alcanzó su iluminación espiritual, siempre producen una sensación de vacío. ¿Dónde hay que buscar entonces la paz? Tal vez en el hecho de narrar: “vida contada, vida salvada”. Pero ¿qué es la vida? “No existe tal cosa”. Sólo hay “líneas, superficies y poliedros”. Variaciones de un todo que nunca lograremos percibir o comprender. Tokarczuk se conforma con ser una observadora. El cosmos se parece a Holanda al oscurecer. Nos invita a mirar la vida que se agita bajo una luz tenue e inocente. Escribir sólo es una manera de espiar, una indiscreción con grandes dosis de temeridad e insolencia. Somos tiempo que medita sobre su propio discurrir.
Los errantes es un hermoso libro sobre la necesidad de traspasar fronteras para saber algo más de nosotros mismos. El yo y el mundo están tan ligados como el cuerpo y el alma. Separarlos significa destruirlos. La prosa lírica e intimista de Tokarczuk nos recuerda que las raíces dependen de la tierra. Pueden pudrirse o secarse. El espíritu es más libre. No depende de un lugar, sino de su capacidad de mantenerse en movimiento. En todo caso, deberíamos echar raíces en las preguntas.
Olga Tokarczuk no es el único autor polaco que merecía el Nobel (pienso en Adam Zagajewski, con una obra de profundo calado), pero la concesión del galardón parece justificada. Su estilo posee la hondura de una búsqueda sincera, que no se conforma con respuestas previsibles. No expresa miedo o insatisfacción, sino una arrebatadora pasión por el ser humano, el mundo y los misterios que nos desbordan. “Quizás volvamos a nacer”, concluye Tokarczuk, rebelándose contra el horizonte de la finitud, que nos condena a una existencia irreal, donde la nada parece lo único definitivo y perdurable. Errar, sí, pero con esperanza.